Alégrense en el Señor
Dios está más cerca de lo que nos atrevemos a reconocer
Esta es mi última columna de “Alégrense en el Señor” para The Criterion. No sé si a ustedes les pasará igual, pero yo voy a extrañar la oportunidad semanal de compartir con ustedes mis reflexiones sobre las distintas enseñanzas de la Iglesia y sus repercusiones sobre los eventos de nuestros tiempos. Pero si hubiera tenido que elegir el momento para publicar mi última columna, me alegra que haya sido unos días antes de la maravillosa celebración de la Navidad.
En esta época de alegría tomamos conciencia una vez más de que Dios está más cerca de nosotros de lo que nos atrevemos a admitir. El inmenso, todopoderoso y omnisciente Dios que creó el universo se ha convertido en uno de nosotros (y en uno con nosotros) a través de la encarnación de Jesús, el Verbo hecho carne. La intervención más grande de Dios en la historia humana, y en las vidas de todos nosotros, nos demuestra sin lugar a dudas lo mucho que Dios se preocupa por nosotros.
El hecho de que Jesús hubiera nacido tan humilde, en un establo rodeado de su amorosa familia, de los marginados de la sociedad (los pastores) y de animales domésticos constituye un escándalo desde cualquier perspectiva humana. Estamos condicionados a buscar a Dios en la riqueza y en el poder, en “las personas importantes” que gobiernan nuestra sociedad, que guían nuestra economía y que controlan instituciones influyentes, tales como los medios de comunicación, las empresas, las escuelas, las organizaciones médicas y, por supuesto, la Iglesia.
Pero Dios nos sorprende. Dios revoluciona nuestros valores al demostrarnos que los primeros serán los últimos, los más humildes serán ensalzados, los ricos regresarán sin nada y los pobres heredarán la Tierra y todos sus tesoros.
Los caminos de Dios son distintos de los nuestros. Lo alto es lo más bajo. El rico es pobre. El servicio es el poder. Estos son los caminos de Dios, no los nuestros. La más maravillosa de todas las paradojas divinas es el hecho de que el Dios todopoderoso viene a nosotros en la más absoluta vulnerabilidad de un recién nacido quien no puede valerse por sí mismo y depende por completo de los cuidados amorosos de su madre y de su padre adoptivo.
Jesús, que es tanto divino como humano, se acurruca en los brazos de sus padres, su madre lo amamanta y tan solo un establo lo protege contra los elementos. Su vida se ve amenazada por la envidia y un cruel déspota que masacra a los inocentes y, tras escapar por poco y verse obligado a huir a otro país como un refugiado sin hogar, puede regresar a su tierra natal para “crecer en sabiduría, edad y gracia,” en una comunidad que lo cuida y lo apoya, tanto a él como a su familia, de acuerdo con la antiquísima fe de Israel.
Estamos tan familiarizados con esta curiosa historia que con el paso de los años corremos el riesgo de olvidarnos de su grandeza. La historia de la Navidad es mucho más que el relato tranquilo y doméstico en el que la hemos convertido. Por supuesto que encierra muchísimo afecto, belleza y esperanza. En pleno invierno, cuando los días son cortos y las noches son largas, ciertamente el relato de Navidad nos brinda consuelo. Y en una época tan tensa y llena de incertidumbres como la nuestra, resulta oportuno recordar que Dios no nos abandona ni se mantiene distanciado de nosotros.
Pero la presencia tan cercana de Dios genera exigencias que nos resultan incómodas. ¿Vivimos la paradoja de la Navidad en nuestras vidas cotidianas? ¿Qué hacemos para cuidar a los pobres y los indigentes? ¿Qué hacemos para transformar las estructuras culturales, políticas y económicas opresivas e injustas? ¿Les damos la bienvenida a los extraños, especialmente aquellos que han sido expulsados de sus patrias? ¿Nos empeñamos en que los integrantes más vulnerables de nuestra sociedad, inclusive los bebés en gestación, los ancianos y los enfermos, estén protegidos y cuidados de la misma forma que María y José cuidaron al recién nacido que fue confiado a sus cuidados?
La Navidad es una temporada de alegría y esperanza. Es una época para dar y compartir todo lo que hemos recibido de la abundancia de Dios. Los obsequios materiales que intercambiamos en Navidad son símbolos del más profundo compartir que Dios nos invita a que aceptemos. Estamos llamados a seguir el ejemplo de Dios, entregándonos agradecidamente por amor a Dios y a la familia humana.
Mientras celebro mi última Navidad en el centro y el sur de Indiana, rezo para tener la fuerza para vivir la paradoja de la Navidad en mi nuevo ministerio como Arzobispo de Newark, en Nueva Jersey. Me siento profundamente agradecido por todo lo que ustedes han compartido conmigo a lo largo de estos cuatro años. Su amor y piadoso apoyo me han ayudado a ser un mejor hombre y, espero, también un obispo más fiel.
Así que con un poco de tristeza, pero con muchísima más alegría, ¡les deseo a todos en nuestro querido estado hoosier, una feliz Navidad y la paz del Señor en el Año Nuevo!