Cristo, la piedra angular
¡Alégrense siempre! Y oren sin cesar
“Yo desbordo de alegría en el Señor, mi alma se regocija en mi Dios. Porque él me vistió con las vestiduras de la salvación y me envolvió con el manto de la justicia, como un esposo que se ajusta la diadema y como una esposa que se adorna con sus joyas” (Is 6:10).
El tiempo de Adviento tiene un componente penitencial puesto que es una época de espera vigilante y preparación para la venida de nuestro Señor Jesucristo. Pero en el tercer domingo de Adviento (Gaudete) se nos recuerda que estamos llamados a “desbordar de alegría en el Señor” y a proclamar su grandeza a través de nuestras acciones y nuestras palabras.
El domingo de gaudete debe su nombre a la palabra latina “regocíjense.” En su Primera Carta a los Tesalonicenses, san Pablo nos exhorta a que estemos “siempre alegres” y a que “oremos sin cesar” (1 Tes 5:16-17). Si tomamos en serio a san Pablo, reconoceremos que estas dos instrucciones tienen mucho en común: que es más fácil decirlas que cumplirlas.
La vida es difícil, llena de dolor y de amargas decepciones; entonces, ¿cómo podemos mantener una verdadera actitud de alegría constante? De igual forma, ¿cómo podemos “orar sin cesar” cuando nuestras vidas tan ajetreadas nos devoran tanto tiempo, esfuerzo y atención? Inclusive para los monjes y las monjas de claustro a veces es un desafío rezar constantemente.
Como siempre, cuando nos sentimos turbados ante las exigencias de la vida cristiana, observamos a María, la Madre de Dios y nuestra madre y su ejemplo nos muestra el camino.
En respuesta a la primera lectura del domingo de gaudete, la Iglesia nos invita a rezar con María el fantástico cántico conocido como el Magnificat. “Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora” (Lc 1:46-48).
Esta fue la respuesta de María ante la difícil noticia de que iba a ser la madre de Nuestro Señor. Instintivamente sabía que esta enorme responsabilidad conllevaría mucho dolor y penurias, y todavía más importante: María sabía que se trataba del cumplimiento de la promesa de Dios, el tan anhelado advenimiento del Mesías que Dios enviaría para salvar a su pueblo (todos nosotros) de sus pecados.
La respuesta inmediata de María, de proclamar con alegría la grandeza de Dios, es señal de que estaba lista para hacer lo que fuera necesario para cumplir con lo que Dios le tenía deparado. Como resultado, María siempre se regocijaba, inclusive en momentos de gran dolor, y oraba sin cesar al transformar su vida entera en una proclamación de la bondad del Señor. Así pues, rezamos con María: “En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!” (Lc 1:48-49).
El Evangelio del tercer domingo de Adviento de este año (Jn 1:6-8, 19-28) destaca a otro personaje importante del Adviento, san Juan, el Bautista. A simple vista, Juan apenas podría considerarse un modelo de alegría. Se trataba de un personaje sombrío que vivía en el desierto, se alimentaba de saltamontes y miel, y predicaba el arrepentimiento, no la alegría. Cuando los sacerdotes y los levitas lo confrontaron y lo interpelaron: “¿qué dices de ti mismo?” (Jn 1:22) Juan declaró que no era “el Mesías, ni Elías, ni el Profeta” sino sencillamente “una voz que grita en el desierto: Allanen el camino del Señor” (Jn 1:20-21, 23).
Al igual que María, toda la vida de Juan fue una proclamación del “que vendrá después de mí.” Juan y María representan el espíritu del Adviento; ambos están “siempre alegres” por su confianza en que las promesas de Dios se cumplirán durante su vida. Ambos “oran sin cesar” porque sus mentes y sus corazones están completamente sintonizados con el amor y la misericordia de Dios, encarnado ahora en la persona de Jesús, el hijo de María, primo de Juan y nuestro hermano.
San Pablo vincula nuestra alegría a nuestra disposición a entregarnos a las obras del Espíritu Santo. “Den gracias a Dios en toda occasion—nos dicen los Apóstoles—esto es lo que Dios quiere de todos ustedes, en Cristo Jesús” (1 Tes 5:18). Así pues, incluso en la cárcel y sentenciado a morir, Juan el Bautista se regocijaba. Y María, la madre dolorosa, estaba de pie ante la cruz y daba gracias. “No extingan la acción del Espíritu—nos dice san Pablo—no desprecien las profecías; examínenlo todo y quédense con lo Bueno” (1 Tes 5:19-21).
Conforme nos acercamos a la gran festividad de la Navidad, con toda razón proclamamos que nuestros corazones están llenos de alegría. Sí, es cierto que en el camino encontraremos mucho dolor y sufrimiento; sí, el mal se mantendrá firme y se cometerán grandes crímenes en nombre de la justicia y de la voluntad de Dios.
Pero nuestra fe nos asegura que alguien vendrá y no lo reconoceremos porque nuestros ojos están cegados por el pecado. Ese alguien es Jesús, nuestro Salvador, el motivo de nuestra alegría. Que toda nuestra vida sea una oración ferviente e incesante: Maranatha, ¡ven, Señor Jesús! †