Cristo, la piedra angular
En todas las circunstancias se debe respetar y proteger la vida humana
“Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. Él sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella” (Catecismo de la Iglesia Católica, #2280).
El próximo lunes 22 de enero es la Jornada de Oración para la Protección Legal de los Bebés No Nacidos. Se trata de un día importante en el que recordamos a los millones de víctimas de las leyes y prácticas inmorales e injustas con respecto al aborto en nuestro país.
Nuestra Iglesia se opone vehementemente al aborto porque creemos que desde el primer momento de la concepción se debe reconocer el derecho inviolable a la vida que poseemos todos los seres humanos. Ninguna legislación ni política social puede sustituir este derecho civil fundamental otorgado por Dios.
El compromiso absoluto de nuestra Iglesia con respecto a la dignidad humana se extiende también a otras cuestiones sociales. Todas las formas de homicidio, inclusive el infanticidio (matar a niños) y el genocidio (exterminar comunidades enteras basándose en su identidad religiosa o étnica) se deben rechazar enérgicamente.
Lo mismo ocurre con la pena capital, que el papa Francisco ha declarado “inadmisible sin importar cuán graves hayan sido los crímenes cometidos porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona.”
El mismo principio se aplica a todas las formas de eutanasia (refiérase al Catecismo de la Iglesia Católica, #2276). Las enseñanzas sociales del catolicismo insisten en que “las personas enfermas o disminuidas” a causa de una enfermedad, discapacidad o por ancianidad “deben ser atendidas.” Deben recibir ayuda para que puedan llevar vidas plenas y con la máxima dignidad posible dadas sus circunstancias. Independientemente de los motivos y los medios, la eutanasia directa (“matar por compasión”) consiste en poner fin a una vida humana. Nuestra Iglesia nos enseña que esto “siempre es inaceptable.”
Y lo mismo sucede con el suicidio que, trágicamente, está en auge en nuestra sociedad. De acuerdo con el Catecismo: “El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados” (#2281).
Especialmente en la realidad actual de Estados Unidos donde muchos estados han adoptado legislaciones que permiten, e incluso promueven, el suicidio asistido por médicos y seres queridos, la Iglesia tiene la obligación de manifestarse y declarar que “el suicidio es contrario al amor que profesamos al Dios vivo.”
En todos estos casos, la Iglesia y todos nosotros individualmente como cristianos, tenemos la responsabilidad moral de mostrar compasión, comprensión y un apoyo amoroso a nuestros hermanos que sufren tanto dolor emocional y presión que son capaces de considerar seriamente la posibilidad de tomar una vida humana, ya sea la suya propia, la de un niño que no ha nacido o la de un ser querido que agoniza.
No podemos imaginarnos la presión tan intensa a la que están sometidos quienes contemplan el aborto, la eutanasia o el suicidio. Por encima de todo, lo que necesitamos es el amor incondicional y la misericordia que nuestro Señor Jesucristo ofrece a todos aquellos que sufren de cualquier forma. Se necesita su amor, a menudo desesperadamente, para romper las barreras de la culpabilidad y la vergüenza que rodean a nuestros hermanos que han perdido la esperanza y que buscan una salida a las crisis que agobian sus vidas.
El compromiso absoluto de nuestra Iglesia con la dignidad de la vida no se traduce en un trato prepotente contra los hombres y mujeres que sufren. Al contrario, es un llamado para el resto de nosotros—cónyuges, familiares y amigos, vecinos y parroquianos, todas las personas de buena voluntad—para que nos acerquemos a quienes sufren y les ofrezcamos palabras de aliento y una mano amiga siempre que sea posible.
Para poder ser símbolos del amor incondicional y la misericordia de Dios, tenemos la convicción de que “la vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin.”
Puesto que sabemos cuánto nos ama Dios, afirmamos que: “Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (Catecismo de la Iglesia Católica, #2258).
Somos administradores, no dueños del don de la vida que nos ha otorgado Dios. Hagamos todo lo que esté a nuestro alcance para promover, proteger y defender ese don, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural. †