Cristo, la piedra angular
El amor y la misericordia son los frutos de la alegría de la Pascua
“El amor es el atributo esencial de Dios puesto que emana eternamente de las tres personas divinas. La misericordia es la apariencia que adopta el amor frente al pecador.”
(Obispo Robert E. Barron)
El segundo domingo de Pascua se conoce como el Domingo de la Divina Misericordia, lo que sugiere una conexión muy estrecha entre nuestra experiencia de la resurrección del Señor y el maravilloso obsequio de la divina misericordia que hemos recibido los pecadores a través de la pasión, muerte y resurrección de Jesús.
Robert E. Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles y fundador de los ministerios Word on Fire Catholic Ministries, escribió unas profundas reflexiones sobre “la verdadera misericordia,” en su libro titulado Vibrant Paradoxes: The Both/And of Catholicism (Paradojas vibrantes: El catolicismo del tanto y el como).
De acuerdo con el obispo Barron, la misericordia no puede interpretarse adecuadamente a menos que se analice en el contexto del pecado humano. “Para hablar sobre la misericordia hay que estar profundamente conscientes del pecado y de su forma peculiar de destrucción.” La misericordia de Dios no suprime ni minimiza las terribles equivocaciones de todos nosotros, de la misma forma que las palabras de perdón de Jesús en la cruz no mitigaron en modo alguno los horrores cometidos el Viernes Santo.
Citando una de las metáforas preferidas del papa Francisco, el obispo Barron dice que para hablar de misericordia “hay que estar plenamente conscientes de que uno está tan gravemente herido que requiere, no un tratamiento leve, sino el tipo de atención radical y de emergencia que se dispensa en los hospitales aledaños a los campos de batalla.”
La misericordia de Dios reconoce la seriedad de nuestros pecados y por ello Su respuesta es tan radical. Nada menos que la pasión, la muerte y la resurrección del único hijo de Dios pudo sanar las heridas que inflige el pecado humano en el mundo.
Podemos alegrarnos durante la época de la Pascua porque la misericordia de Dios nos ha librado del poder del pecado y de la muerte. Pero como siempre ocurre, nuestra recién adquirida libertad, obtenida a un precio muy alto, conlleva también una gran responsabilidad. En respuesta al maravilloso obsequio de la misericordia de Dios, debemos amarlo a Él y a todos sus hijos. Y, lo que es más: debemos ser misericordiosos con los demás, tal como Dios ha sido misericordioso con nosotros.
Las lecturas de las escrituras del Segundo Domingo de Pascua destacan las consecuencias de nuestra libertad como hijos de Dios redimidos por su sangre en la cruz. Lectura de Hechos de los Apóstoles (Hechos 4:32-35) en la que se describe la previsión de la comunidad para cualquier necesitado, quizá parezca una imagen idílica de paz y justicia alcanzada en una ocasión hace mucho tiempo y que jamás se repetirá. Pero tal como se nos dice en la Primera Carta de Juan (1 Jn 5:1-6), el único signo verdadero de nuestra identidad como cristianos es hasta qué punto amamos a Dios y a sus hijos. Nos asemejamos a Cristo en la medida en que lo imitamos: al amar a los demás dándoles de comer, sanándolos, vistiéndolos y, por supuesto, perdonando sus ofensas contra nosotros.
El Evangelio del Domingo de la Divina Misericordia (Jn 20:19-31) nos adjudica por completo la responsabilidad del perdón: a quienes perdonemos sus pecados, les serán perdonados; aquellos pecados a los que nos aferremos, se quedan con nosotros. Podemos cooperar con nuestro Dios misericordioso siendo generosos y compasivos con aquellos que nos ofenden o que dañan a otros (a veces en nombre de Dios). O bien, podemos abstenernos de perdonar, motivados por un sentido de venganza o por frialdad. Evidentemente esto no es lo que Dios desea, pero nos da la libertad de elegir.
El catolicismo del tanto y el como percibe la justicia y la misericordia como dos caras de una misma moneda. Los seguidores de Jesucristo estamos llamados a ser un pueblo pascual: alegres y generosos, misericordiosos y justos, pacificadores y (en ocasiones) perturbadores de la paz que impulsan a los demás a abandonar su comodidad. Es por ello que el papa Francisco habla sobre la divina misericordia como una forma para llegar a aquellas personas que se encuentran en los márgenes de la sociedad humana, tanto en lo social como lo político, así como también a aquellos que están separados de Dios, los pobres de espíritu.
¿Por qué debemos llegar a aquellos que están marginados? Porque la alegría de la Pascua nos llama a la unidad, a ser una familia que comparte todo, a amar a Dios y al prójimo y, tal vez lo más difícil, a perdonarnos.
Dios conoce la seriedad de nuestros pecados y se preocupa profundamente por nuestro bienestar mental, físico y espiritual, y no escatima esfuerzos para tratar nuestras heridas y apartarnos de nuestras conductas autodestructivas. Por ello nos ha otorgado el sacramento de la reconciliación (la confesión) como una forma especial para celebrar su divina misericordia que encontramos mediante su gracia sacramental.
Durante esta época de Pascua estemos especialmente conscientes de nuestra responsabilidad de perdonar a los demás como Dios nos ha perdonado. Recemos para recibir la misericordia de Dios y la gracia de ser misericordiosos con el prójimo. †