Cristo, la piedra angular
Ver y tocar a Jesús en la plenitud de la alegría de la Pascua
“Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: ‘La paz esté con ustedes.’ Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, pero Jesús les preguntó: ‘¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo.’ Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: ‘¿Tienen aquí algo para comer?’ Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos”
(Lc 24:36-43).
Cristo resucitado no es un fantasma. La lectura del Evangelio del tercer domingo de Pascua deja esto muy en claro.
Jesús se aparece a sus discípulos. “Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu” (Lc 24:37). El Señor los calma mostrándoles sus manos y sus pies. Los invita, diciéndoles “tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo” (Lc 24:39).
Incluso va más allá y les pregunta si tienen algo de comer; ellos le dan algo de pescado que él toma y se lo come delante de ellos. No se trata de un fantasma sino de un ser humano como nosotros, tal como nos lo reafirma el Evangelio según san Lucas. Y sin embargo, sabemos que este hombre es distinto de nosotros: no tiene pecado y ha resucitado de entre los muertos.
Jesús ha estado libre de pecado desde el momento de su concepción por intercesión del Espíritu Santo en el vientre de su madre, María. Estar libre de pecado significa que está perfectamente alineado con la voluntad divina. Aunque su naturaleza humana ocasionalmente lo importune con dudas, tal como sucedió durante la agonía en el jardín, siempre concluye “Padre, que se haga tu voluntad y no la mía.”
Después de resucitar de entre los muertos, Jesús conserva su cuerpo humano. Sus manos y sus pies muestran las horribles heridas que sufrió el Viernes Santo y los discípulos las ven y las tocan. Pero hay algo muy diferente en su apariencia: a menudo los discípulos no lo reconocen hasta que les da algún siglo, como al partir el pan. Y entonces “era tal la alegría [...] que se resistían a creer.” Pueden ver al Señor resucitado, tocar sus manos y sus pies, pero todavía no pueden creer que lo que están viendo y tocando sea realmente él.
Para los discípulos, esta experiencia de duda jubilosa cambiará; en el momento en que reciben al Espíritu Santo en Pentecostés quedarán transformados y pasarán de ser cobardes escondidos a puertas cerradas para convertirse en testigos audaces del Evangelio.
Tal como lo proclama san Pedro en la lectura de los Hechos de los Apóstoles del próximo domingo: “mataron al autor de la vida. Pero Dios lo resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos” (Hc 3:15). Los tímidos discípulos se convierten en evangelistas y mártires al momento de recibir el don del Espíritu Santo. Pese al hecho de que ya no pueden ver a Jesús cara a cara ni tocar sus manos o sus pies, ahora lo conocen íntimamente y son libres para compartir sus conocimientos con el prójimo.
¿Cómo lo conocen? De acuerdo con la Primera carta de san Juan, “La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos. El que dice: ‘Yo lo conozco,’ y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado verdaderamente a su plenitud. Esta es la señal de que vivimos en él. El que dice que permanece en él, debe proceder como él” (1 Jn 2:3-6).
Vemos y tocamos a Jesús cuando cumplimos con su palabra. Cuando amamos a Dios, cuando nos amamos los unos a los otros en la unión de Cristo, él está presente entre nosotros.
Jesús nos ha dejado muy en claro que todo lo que hagamos (o dejemos de hacer) a sus hermanos y hermanas, se lo hacemos (o dejamos de hacer) a él. Esto significa que podemos ver y tocar a Jesús resucitado en los pobres, en los que sufren, en los que no tienen hogar o en los que viven atemorizados. Al ignorarlos, ignoramos a Jesús. Si nos mantenemos a puertas cerradas (en nuestra comodidad) tal como lo hacían los discípulos antes de Pentecostés, nos mostraremos “atónitos y llenos de temor” cuando el Señor se presente ante nosotros.
Cristo resucitado no es un fantasma. Es un ser humano al igual que nosotros. Recemos para obtener el valor de reconocer a Jesús, acercarnos a él y tocarlo en la plenitud de la alegría de la Pascua. †