Cristo, la piedra angular
Cristo es la vid, nosotros los sarmientos y juntos damos fruto
“Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos”
(Jn 15:6-8).
Las imágenes de las lecturas del quinto domingo de Pascua nos hablan de los viñedos y de los frutos que produce un buen vino. En el Evangelio según san Juan (Jn 15:1-8), Jesús nos dice que él es la vid verdadera y que su Padre es el viñador. “Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía” (Jn 15:2).
Esta es una información importante porque no se trata de un viñedo cualquiera; el Señor habla de la vid que es su cuerpo y nos dice, de una forma muy directa, que nosotros somos los sarmientos que, o bien se tiran y se secan, y después se echan al fuego para quemarlos, o que dan fruto y que se podan para que sean todavía más productivos.
Cristo es la vid y nosotros somos los sarmientos. Si nos mantenemos fieles a la Palabra de Dios podemos florecer y rendir mucho fruto, pero si nos negamos a escuchar o cumplir con los mandamientos de Dios, nos secamos y nos morimos. “Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid—dice Jesús—, tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15:4).
La segunda lectura del quinto domingo de Pascua (1 Jn 3:18-24) nos explica cómo “permanecer en él,” es decir, seguir siendo un sarmiento vivo que pertenece a la vid sana y fructífera. “Queridos míos, si nuestro corazón no nos hace ningún reproche, podemos acercarnos a Dios con plena confianza, y él nos concederá todo cuanto le pidamos, porque cumplimos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada” (1 Jn 3:21-22).
Los mandamientos de Dios son sencillos pero no fáciles de cumplir: debemos amar a Dios con todo el corazón, el alma y la mente. Y debemos amarnos los unos a los otros, tal como a nosotros mismos. O según lo expresa san Juan: “Su mandamiento es este: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos los unos a los otros como él nos ordenó” (1 Jn 3:23).
Pero somos pecadores que a menudo incumplimos con nuestra meta de amar a Dios y al prójimo. Es por ello que nos aferramos al amor y la misericordia de Dios que nos restablece siempre que nos alejamos a causa del pecado.
Ser fieles a la Palabra de Dios y en nuestro llamado como discípulos de Jesucristo requiere la confesión constante de nuestros pecados y actos de arrepentimiento genuinos. Tras caer, debemos levantarnos nuevamente y, con la ayuda de la gracia de Dios, seguir en el camino que se nos trazó al momento del bautizo. Esta es la historia de la vida de todos los grandes santos: experiencias de conversión que jamás son definitivas sino que se entremezclan con la aceptación del constante perdón de Dios. Así debería ser también nuestra historia.
La primera lectura del próximo domingo (Hechos 9:26-31) relata los acontecimientos que sucedieron inmediatamente después de la conversión de san Pablo, quien pasó de ser un odioso perseguidor a un humilde seguidor de Jesús. En esta vemos que los primeros intentos de Pablo de unirse a los discípulos fueron infructuosos porque “todos le tenían desconfianza porque no creían que también él fuera un verdadero discípulo” (Hechos 9:26). Pablo no se dio por vencido. “Empezó a convivir con los discípulos en Jerusalén y predicaba decididamente en el nombre del Señor” (Hechos 9:28). Incluso habló y debatió con algunos que no eran judíos (helenistas) “pero estos tramaban su muerte” (Hechos 9:29).
Pese a todo, la Iglesia primitiva “se iba consolidando, vivía en el temor del Señor y crecía en número, asistida por el Espíritu Santo” (Hechos 9:31). ¿Por qué? Porque después de la resurrección del Señor y de que los discípulos recibieran al Espíritu Santo en Pentecostés, la Iglesia conservó los mandamientos y permaneció en Jesús, de la misma forma que él permanece con el Padre.
Estas lecturas deberían infundirnos mucha esperanza en esta temporada de Pascua. Sin importar cuánto nos desviemos del camino que conduce a la unión con Jesucristo y a la vida eterna, tenemos la promesa de que junto con él y todos los santos, el Espíritu Santo siempre está activo entre nosotros y nos vuelve a encauzar hacia el amor y la misericordia infinitos de Dios.
En las semanas restantes de la Pascua, alegrémonos de las oportunidades que hemos recibido de creer en el nombre del único Hijo de Dios, Jesucristo, y amémonos los unos a los otros, tal como nos lo ha ordenado el Señor resucitado. †