Cristo, la piedra angular
La Trinidad es el misterio central de la fe cristiana
“Creemos firmemente y confesamos que hay un solo verdadero Dios, inmenso e inmutable, incomprensible, todopoderoso e inefable, Padre, Hijo y Espíritu Santo: Tres Personas, pero una sola esencia, substancia o naturaleza absolutamente simple”
(Catecismo de la Iglesia Católica, #202).
Los cristianos son bautizados “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Esta es la fórmula antigua del credo bautismal que reafirma que la Santísima Trinidad, tres personas de un mismo Dios, es el misterio central de la vida y la fe cristianas. El bautismo nos sumerge en el misterio de la vida íntima de Dios; nos urge indeleblemente con lo que san Agustín denominó “el sello del Señor,” un signo permanente de que pertenecemos únicamente a Dios como hijos del Padre, miembros del cuerpo de Cristo y templos del Espíritu Santo.
El papa Francisco nos ha exhortado a que no nos concentremos en las fórmulas doctrinarias abstractas para intentar comprender mejor y compartir con el prójimo la Buena Nueva de nuestra fe bautismal.
Muy a menudo, el análisis de la Trinidad adquiere la forma de una teología oscura. Esto es un grave error. El misterio de la vida íntima de Dios es algo dinámico, poderoso y dador de vida (literalmente).
El Dios que es amor se entrega generosamente dentro de Su naturaleza divina y en Su relación con toda la creación. La vida íntima de Dios, la relación que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad, emana como una fuerza creativa enorme. El resultado es la vida misma y los grandes milagros de la creación, la redención y la santificación que los cristianos profesamos en el credo, proceden de la Santísima Trinidad como dones de la gracia de Dios destinados a unirnos con Él para siempre.
Cuando aceptamos a Dios como nuestro Padre amoroso, nos abrimos a los dones de Su infinita misericordia y perdón. Independientemente de los pecados que haya cometido, a nadie se le niega el amor de Dios. Todos estamos invitados a arrepentirnos, a buscar la misericordia divina y a vivir libremente sin pecado, como hijos de nuestro Padre celestial.
Cuando encontramos a Jesús y lo aceptamos como nuestro Señor y Salvador, nos convertimos en hermanos de él y entre nosotros. Todo aquello que nos divide se hace a un lado al reconocer, junto con san Pablo, que “ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús” (Gal 3:28).
Cuando recibimos al Espíritu Santo en el bautismo y la confirmación, la misión de Cristo y su Iglesia se convierte en la nuestra. En palabras del Papa Francisco, nos convertimos en discípulos misioneros y evangelizadores llenos del espíritu que tienen el valor de proclamar la alegría del Evangelio a aquellos más cercanos a nosotros y a quienes están lejos.
Los cristianos somos bautizados en el misterio de la vida íntima de Dios, la Santísima Trinidad. No sumergimos en el océano del amor incondicional de Dios y, a través del bautismo y todos los sacramentos de la Iglesia, se nos invita a participar en el amor de Dios y a compartirlo generosamente con los demás.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que por sus obras “Dios se revela y comunica su vida” (#236).
Del mismo modo, “el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras” (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, #236). Esto significa que existe una importante conexión entre lo que vemos con nuestros propios ojos (la maravillosa obra de la creación) y lo que podemos ver únicamente con los ojos de la fe (el misterio que es el centro de todo lo que existe). Por la gracia de Dios podemos ver que la vida es mucho más de lo que nos muestran la ciencia y la razón humana por sí solas.
Esta es la fuente de nuestra esperanza y, finalmente, de nuestra alegría. No estamos confinados a los límites de la realidad material, de nuestros propios pecados o de los pecados del mundo; un Dios amoroso—Padre, Hijo y Espíritu Santo—se ha acercado a nosotros, nos ha acogido y se ha alegrado con nosotros. Nos ha dado la bienvenida a su círculo interior, al misterio de su vida íntima; nos ha hecho libres y nos ha adoptado como hijos, como miembros de su cuerpo y como templos de su Espíritu.
¡Qué grande es el don de la Santísima Trinidad! Que seamos administradores verdaderamente agradecidos, responsables y generosos de su divino misterio. †