Cristo, la piedra angular
Corpus Christi, el Cuerpo y la Sangre de Cristo
“Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura”
(Catecismo de la Iglesia Católica, #1323).
Desde el principio mismo de la historia cristiana, hombres y mujeres santos han reflexionado sobre la presencia de Cristo en la Eucaristía y nos han enseñado que la transformación sagrada que ocurre en la liturgia eucarística es un signo y una causa de la transformación que debe suceder en las vidas de todos los que reciben el supremo sacramento del amor de Cristo.
En su exhortación apostólica Evangelii Gaudium (La alegría del Evangelio), el papa Francisco ha proseguido con esta tradición y nos ha recordado enfáticamente que la Eucaristía “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles.”
Vivimos en una época de confusión y controversia en cuanto al significado de ser cristianos católicos. Escuchamos muchas voces disonantes que nos dicen que nuestra fe es anticuada y alejada de la realidad. A menudo las enseñanzas de la Iglesia se representan como represivas o intolerantes. En el mejor de los casos, nuestra cultura tiende a considerar la enseñanza y la práctica de la fe como algo optativo. En el peor de los casos, aquellos que se toman en serio la fe son vistos como una amenaza a las ideologías que definen el status quo.
La situación no era muy distinta en los albores del cristianismo. Había airadas controversias en cuanto a la divinidad de Cristo, el significado de los sacramentos y los estilos de vida de quienes habían adoptado el cristianismo y se habían bautizado. A veces estas diferencias se ventilaban de formas civilizadas y respetuosas, en tanto que en otras, las diferencias de interpretación y de creencias terminaban desagradablemente, con insultos e incluso en derramamiento de sangre.
Pese a los años de controversias y las prácticas cambiantes, las enseñanzas fundamentales de nuestra Iglesia no han cambiado. Quizá tengamos una perspectiva distinta o tal vez hayamos madurado en cuanto a nuestra capacidad para expresar nuestras creencias, pero las enseñanzas que hemos recibido de los Apóstoles siguen siendo una constante inmutable, incluso cuando surgen nuevos cuestionamientos y controversias que ponen a prueba nuestras creencias y tradiciones más valiosas.
Las enseñanzas del catolicismo sobre la sagrada Eucaristía constituyen un excelente ejemplo. Las enseñanzas que recibían los catecúmenos, los elegidos y los recién bautizados en el siglo IV son exactamente las mismas que impartimos hoy en día.
Antes de invocar a la Santísima Trinidad en la oración eucarística, el pan y el vino son sencillamente eso: pan y vino. Pero después de que el oficiante invoca a la Trinidad, estos elementos se transforman en el cuerpo y la sangre de Cristo. Este es el gran misterio que podemos describir, pero jamás explicar a cabalidad. (El tecnicismo de la “transustanciación” no se conocía en el siglo IV, pero san Cirilo de Jerusalén lo explicó claramente en su instrucción catequética).
¿Qué tan claramente presentamos esta enseñanza hoy en día? ¿Acaso se entiende, pese a toda la controversia y la confusión, que el Señor está verdaderamente presente en la Eucaristía? La presencia real de Cristo en el pan y el vino es una de las verdades más poderosas de nuestra fe. Tal como nos lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, la Eucaristía es “el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura” (#1323). Debemos enseñar esto con una claridad unificada y debemos meditar sobre este gran misterio en nuestras oraciones diarias, especialmente en nuestra adoración del Santísimo Sacramento.
Hagamos a un lado toda la confusión y la controversia para llegar a la esencia. En la Eucaristía, Cristo en verdad se entrega a nosotros; a través de este sacramento de amor, el Hijo de Dios entra en nuestro mundo otra vez y se fusiona con nosotros, en cuerpo y alma, mente y corazón, en una comunión perfecta de amor divino.
La Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi), que celebramos este fin de semana, es un momento para alegrarnos con el gran obsequio que hemos recibido en la Santa Eucaristía.
Enamorémonos de este precioso sacramento. Nutrámonos de gracia divina para tener la fortaleza para amar a Dios sobre todas las cosas y para enseñar y servir al prójimo como el Señor ha nos lo ha mandado. †