Cristo, la piedra angular
Reflexiones sobre mi primer año como arzobispo de Indianápolis
Mañana se cumplirá el primer aniversario de mi investidura como arzobispo de Indianápolis, celebrada el 28 de julio de 2017. Ha transcurrido un año completo y agradezco a Dios por todas las gracias que me ha dispensado durante estos 12 meses.
A medida que reflexiono acerca del pasado año, lo que más se destaca son los cientos de personas que he conocido en los 39 condados que conforman nuestra Arquidiócesis.
Conjuntamente con la ordenación de sacerdotes y diáconos, y la procesión final de hombres y mujeres religiosos, las visitas parroquiales para las confirmaciones, la investidura de pastores y otras ocasiones especiales han sido en verdad la parte más memorable de este último año.
Me encanta conocer a la gente y me siento especialmente complacido cuando tengo la oportunidad de conocer a las personas santas que forman parte de nuestra Iglesia local. Estos son los verdaderos santos cotidianos de los que el papa Francisco habla en su exhortación apostólica titulada “Gaudete et Exsultate” (“Alegraos y regocijaos: Sobre el llamado a la santidad en el mundo actual”).
No podría describirlo como un momento de tristeza, pero el fallecimiento de mi amigo y mentor, el arzobispo emérito Daniel M. Buechlein, O.S.B., representó una experiencia profunda para mí, así como para muchos otros.
El arzobispo Daniel fue el decano de mi seminario, así como también un amigo cercano y un consejero durante mis años de sacerdote y, posteriormente, como obispo, por lo que fue un gran privilegio haber sido el celebrante principal durante su misa funeraria. Durante un tiempo estuve afligido por él y me sentí aliviado cuando Dios se llevó al arzobispo Daniel a su hogar celestial. Pero lo extraño y le doy gracias a Dios porque fue una importante influencia en mi vida y en mi ministerio, así como también para nuestra Arquidiócesis.
Durante mi homilía de investidura hace un año, resalté que nuestra tarea no consiste tanto en resolver los problemas del mundo sino en guiar a otros a que tengan un encuentro personal con Jesucristo, y hoy en día creo todavía más firmemente en esto.
Mis hermanos sacerdotes y yo hemos sido llamados a ser Cristo para los demás de una forma muy especial. El papa Francisco dice que somos testimonio de la misericordia de Dios y esto significa que tenemos un deber sagrado de lograr que Cristo esté presente a través de la Palabra de Dios, los sacramentos y nuestros cuidados pastorales. Junto con nuestros diáconos, hombres y mujeres consagrados y la dedicación de los seglares que sirven como coordinadores de vida parroquial y ministran de muchas formas en toda la Arquidiócesis, estamos llamados hacer modelos de santidad y a dar testimonio del amor y la misericordia de Cristo.
No puedo decir que hace un año no supiera en qué me estaba metiendo, pero ciertamente la dimensión y la complejidad de esta Arquidiócesis es más grande de lo que esperaba. Le doy gracias a Dios por todos ustedes que me han dado una cálida bienvenida y han contribuido a que mi ministerio sea mucho menos abrumador de lo que podría haber sido. He descubierto de primera mano que la Iglesia del centro y del sur de Indiana ha sido bendecida con hombres y mujeres talentosos que atienden las necesidades de nuestra gente de muchas y diversas maneras.
Uno de los momentos especiales de mi primer año fue la publicación de mi carta pastoral titulada “Somos uno con Jesucristo: Sobre los fundamentos de la antropología cristiana.”
Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que durante mi primer año como arzobispo han estallado todo tipo de problemas políticos y sociales que nos desafían a responder como cristianos. El racismo, la violencia armada, el aborto y otros problemas acerca de la vida, nuestro sistema migratorio descompuesto, la pobreza y la crisis de los opiáceos no son novedades pero en el transcurso del último año han crecido en visibilidad e intensidad. Permanecer en silencio es convertirnos en cómplices de la fuerzas del mal que amenazan a la humanidad.
Mientras reflexionaba sobre estos problemas, me convencí de que ninguno de ellos está desvinculado de nuestra percepción de nosotros mismos como miembros de la familia de Dios y hermanos que somos. En definitiva: cada uno ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, estamos llamados a respetarnos, defendernos y edificarnos entre nosotros, aquí y ahora, independientemente de las diferencias de raza, credo, origen étnico, orientación sexual, situación económica y social. ¡Somos uno con Jesucristo!
Hace un año, todavía no me reponía de la sorpresa que había sentido seis semanas antes cuando me informaron que el papa Francisco me había elegido para servir como el séptimo arzobispo de Indianápolis. Si bien ese choque inicial se ha disipado, todavía me siento maravillado y abrumado por la inmensidad del desafío y la enormidad de la responsabilidad que tengo.
Les ruego que recen por mí. Cuento con la gracia de Dios y el apoyo piadoso de todos ustedes para poder servirlos como su arzobispo con humildad y alegría. †