Cristo, la piedra angular
El ayuno nos recuerda que nuestro rey no es de este mundo
“Jesucristo, el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra. Él nos amó y nos purificó de nuestros pecados, por medio de su sangre, e hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre. ¡A él sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos! Amén.” (Ap 1:5-6).
Este fin de semana la Iglesia nos enseña acerca de una forma de reino o de gobierno muy distinta de lo que conocemos.
El domingo celebramos la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, y con esta gran celebración concluye el año litúrgico y se nos invita a reflexionar sobre el misterio del dominio de Dios sobre su creación: de todo lo visible y lo invisible.
El reino de Jesús no pertenece a este mundo; se trata de una manera radicalmente distinta de ejercer el liderazgo, una forma de gobierno que se origina en la humildad y la sencillez. Ciertamente nuestro rey es audaz y valiente, defensor incansable de los pobres y los oprimidos, pero su reino es espiritual, no político.
Esto significa que nuestro Señor no ejerce su poder y su influencia sobre los demás, sino que da testimonio de la verdad. “Para esto he nacido y he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18:37).
Como el único rey eterno, Jesús guía a su pueblo y nos protege contra todo tipo de peligros, inclusive aquellos que amenazan a nuestra alma inmortal y que se derivan del egoísmo y del pecado. La verdad de la cual da testimonio Jesús es que Dios es amor y nosotros estamos llamados a compartir su divino amor a través de nuestra obediencia a Jesús que es el camino, la verdad y la vida.
El encuentro con el procurador romano Pilato en el evangelio según san Juan, revela que Jesús entiende a cabalidad su función única. No constituye una amenaza para la autoridad civil, excepto en la medida en que los gobernantes terrenales se engañan a sí mismos y a sus gobernados con ilusiones en cuanto a quiénes son y lo que pueden exigir legítimamente de su pueblo. “¿Eres tú el rey de los judíos?” pregunta Pilato, pero Jesús no le da una respuesta directa. “Mi realeza no es de este mundo,” le contesta. “Si mi realeza fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi realeza no es de aquí” (Jn 18:33-36).
El Concilio Vaticano II nos enseñó que “como el reino de Cristo no es de este mundo, la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo” (“Lumen Gentium,” #13). El reino de Cristo no pertenece a este mundo, pero invita a todas las naciones, pueblos y culturas a formar parte de su reino divino. “El tiempo se ha cumplido” proclama Jesús. “El Reino de Dios está al alcance” (Mc 1:15).
El reino invisible y espiritual de Cristo se hace palpable y visible a través de la Iglesia que el Espíritu Santo facultó para ser la voz, las manos y el corazón de Cristo en el mundo. “Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino a servir y a dar su vida para la redención de muchos” (“Lumen Gentium,” #5).
Cuando logramos que la persona de Jesucristo se torne visible al cuidarnos unos a otros, especialmente al cuidar a los pobres y los vulnerables, el reino de Cristo se manifiesta. Al actuar como un solo pueblo unido en la fe, la esperanza y el amor, proclamamos mediante nuestras palabras y acciones que el reino de Dios está al alcance y que ningún poder terrenal podrá triunfar por encima del reino de Cristo, rey del universo.
Las sagradas escrituras nos dicen que él es “el Testigo fiel, el Primero que resucitó de entre los muertos, el Rey de los reyes de la tierra.” Quienes hemos sido bautizados hemos sido liberados de nuestros pecados, gracias al poder del Espíritu Santo. Nos hemos congregado en el reino de Cristo quien “hizo de nosotros un Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Ap 1:5-6).
El profeta Daniel vio “que venía sobre las nubes del cielo como un Hijo de hombre” cuyo “dominio es un dominio eterno que no pasará, y su reino no será destruido” (Dn 7:13-14).
En momentos de gran incertidumbre y división política, como los que vivimos hoy en día, el reino de Cristo debería ser fuente de consuelo. Este domingo demos gracias a Dios por el obsequio de Su reino.
Y renovemos nuestro compromiso de que Cristo se haga visible al cuidarnos unos a otros, especialmente a los pobres y los vulnerables. †