Cristo, la piedra angular
Mantengámonos cerca de María, nuestra madre, a través de su hijo Jesús
“No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1:30-33).
Tradicionalmente, octubre y mayo se consideran los dos meses del año dedicados especialmente a la Santa Virgen María. Sin embargo, la Iglesia nos da dos maravillosas festividades en diciembre para celebrar el papel que desempeñó María en la historia de nuestra salvación.
Mañana, día 8 de diciembre, celebramos la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, el misterio de la gracia de Dios que permitió que María se encarnara en este mundo sin la carga del pecado. El miércoles siguiente, 12 de diciembre, festejamos a Nuestra Señora de Guadalupe, el símbolo de la unidad de nuestra Santa Madre con los pueblos de toda América (y la unidad entre nosotros).
La Solemnidad de la Inmaculada Concepción resalta el hecho de que María, concebida sin pecado original, es distinta de nosotros.
Tal como señaló en una ocasión el papa emérito, Benedicto XVI: “Este privilegio otorgado a María, que la distingue de nuestra condición ordinaria, no nos distancia sino que, al contrario, nos acerca a ella. Si bien el pecado divide y nos separa, la pureza de María la coloca infinitamente cerca de nuestros corazones, atenta a cada uno de nosotros y deseosa de que alcancemos el verdadero bien.” Lo que distingue a María no la separa de nosotros; su santidad la predispone y la hace más accesible a nosotros, sus hijos.
La festividad de Nuestra Señora de Guadalupe también hace énfasis en la cercanía de María con nosotros. En 1531 una “Señora del cielo” se le apareció a San Juan Diego, un humilde indígena en Tepeyac, en una colina al noroeste de lo que hoy en día es la Ciudad de México. Vestía un traje típico y le mostró a él y a todos que ella es una con nosotros. “No temas,” le dijo la hermosa Señora a Juan Diego. “¿No estoy yo aquí que soy tu madre?” Para hacer énfasis en su unidad con los pueblos de esta región, Nuestra Señora no solamente se apareció vestida con traje típico, sino que también hablaba el idioma del pueblo.
Durante esta temporada tan especial mientras comenzamos un nuevo año litúrgico y nos preparamos para la Navidad, se nos invita a mantenernos cerca de María, la madre de Jesús y nuestra madre. María señala el camino hacia su hijo. Ella nos recuerda los milagros que obra Jesús en nuestra vida cotidiana y nos invita a responder con corazones abiertos. “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38), responde María cuando le dijeron que llevaría en su vientre a un hijo por el poder del Espíritu Santo. Su consejo es que siempre hagamos tal como hizo ella, quien se sometió a la voluntad de Dios por nosotros.
La presencia de María durante la crucifixión de su hijo es uno de los momentos más tristes de toda la literatura bíblica. Ella lo sigue en el Vía Crucis, la Vía Dolorosa, sin poder hacer nada para ayudar o aliviarlo. Entonces, se para frente a la cruz y, sujetándose de Juan, el discípulo amado de Jesús, observa y aguarda.
“Mujer, ahí tienes a tu hijo,” le dice Jesús, y luego, al discípulo: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19:26-27). Y a partir de ese momento, María se convierte en nuestra madre, la que intercede por nosotros ante el trono de Dios. Es ella quien comparte con nosotros su esperanza llena de confianza de que las promesas de Dios se cumplirán.
Tal como les dijo a los sirvientes en las bodas de Caná, María nos dice ahora: “Hagan lo que él les ordene (Jn 2:5),” y nos da un testimonio increíblemente profundo del poder liberador de decirle “sí” a la voluntad de Dios. “Aquí tienes a la sierva del Señor” (Lc 1:38) le contesta María al ángel (y a nosotros).
Podríamos decir que con su muerte en la cruz nuestro Señor nos entregó dos obsequios: primero y principal, nos entregó el don de la vida eterna. Se sacrificó por nosotros y murió para que pudiéramos vivir para siempre con él.
Y después, como otra señal de la generosidad abundante de Dios, Jesús nos entregó a su madre, aquella que le dio vida humana por el poder del Espíritu Santo, ahora nos ayuda a aceptar la vida divina y a seguir a su hijo en el camino hacia la felicidad y la paz.
Aprovechemos la alegre expectativa de la época del Adviento para acercarnos más a María a través de Jesús, su hijo. Sigamos su ejemplo y abramos nuestros corazones a la Santa Palabra de Dios para que siempre podamos decir “sí” a la voluntad divina. †