Cristo, la piedra angular
Cristo viene para ser nuestra paz y nos llama a la conversión
“Así dice el Señor: Y tú, Belén Efratá, tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me nacerá el que debe gobernar a Israel: sus orígenes se remontan al pasado, a un tiempo inmemorial. Por eso, el Señor los abandonará hasta el momento en que dé a luz la que debe ser madre; entonces el resto de sus hermanos volverá junto a los israelitas. Él se mantendrá de pie y los apacentará con la fuerza del Señor, con la majestad del nombre del Señor, su Dios. Ellos habitarán tranquilos, porque él será grande hasta los confines de la tierra. ¡Y él mismo será la paz!” (Mi 5:1-4).
Este fin de semana celebramos el cuarto domingo de Adviento, la última oportunidad para prepararnos para la Natividad del Señor (Navidad).
Las lecturas de las escrituras de este fin de semana hacen énfasis en dos lugares en particular: un pequeño pueblo de Belén del cual, en palabras del profeta Miqueas, “nacerá el que debe gobernar a Israel” y un “pueblo de Judá” en las colinas destinado a ser el lugar de nacimiento del último gran profeta, Juan Bautista. ¿Qué tienen en común estos dos lugares? ¿Qué nos enseñan acerca de la gran festividad de la Navidad?
Estos dos sitios bíblicos, Belén y un pueblo en Judá donde María visitó a Isabel, de ninguna forma son centros de poder político o influencia económica. Son lugares humildes y apartados donde, por el milagro de la gracia de Dios, ocurrieron acontecimientos maravillosos. Ambos lugares son signos de los contextos muy distintos en los que Dios nos visita a nosotros, su pueblo.
Jesús no nació en Jerusalén o Roma ni en ninguna otra ciudad importante. Nació en Belén, “pequeña entre los clanes de Judá” (Mi 5:1). Pero sus humildes orígenes no le impidieron pastorear a su rebaño con determinación “porque él será grande hasta los confines de la tierra. ¡Y él mismo será la paz!” (Mi 5:4). Su poder y su influencia son de una naturaleza totalmente distinta de la que normalmente asociamos con nuestros gobernantes terrenales.
Aquel que nacería de una mujer ordinaria pero con una fe extraordinaria a la palabra de Dios, se reveló por primera vez cuando todavía no había nacido. El hijo de Isabel, quien tampoco había nacido, reconoció a su Señor y proclamó su grandeza desde el vientre de su madre. “Apenas oí tu saludo—dijo Isabel a María—el niño saltó de alegría en mi seno” (Lc 1:44). ¡Qué maravillosa demostración de la cercanía de Dios con nosotros! Dos bebés se comunican desde el vientre de sus madres para anunciar el reino inminente de Dios y compartir su alegría entre ellos y con nosotros.
En este relato hay una serie de paradojas: De lugares “muy pequeños” o muy ocultos surge la grandeza. Dos mujeres, una de ellas vírgenes y la otra demasiado mayor para tener hijos, se regocijan en sus embarazos y se apoyan mutuamente. Dos bebés se comunican desde el vientre de sus madres y esto representa un presagio de sus respectivas misiones como evangelistas y mártires llamados a proclamar el reino de Dios y la necesidad de arrepentimiento y conversión.
Cada año, durante la época del Adviento, reverenciamos a María quien tuvo el valor de creer que la promesa de Dios se cumpliría en ella, y a Juan Bautista quien actúa como enlace entre la antigua esperanza y anhelo del pueblo de Dios del cumplimiento de la profecía en el hijo de María, Jesús.
La paradoja suprema es, por supuesto, el hecho de que Jesús trae paz al mundo (de hecho, él es la paz) y al mismo tiempo provoca divisiones (Mt 10:34). La paz de Cristo no es una afirmación del status quo sino un llamado a la conversión, una transformación radical de nuestras mentes y corazones, así como también de nuestros sistemas sociales y políticos, para que podamos convertirnos en un pueblo nuevo que habita en un mundo nuevo.
La paz de la Navidad que celebraremos dentro de unos días efectivamente nos brinda consuelo y alegría. Pero, tal como nos lo recuerda a menudo el papa Francisco, la paz de Cristo también nos desafía y nos perturba ya que nos invita a dejar que Jesús abra nuestros corazones para poder compartir esa cercanía con los demás.
Ningún lugar en la Tierra es demasiado chico para que Cristo nazca allí; ningún corazón está demasiado cerrado para que Cristo entre y habite allí.
Al concluir nuestra observación del Adviento, asegurémonos de hacerle un lugar a Jesús en nuestros corazones y en nuestros hogares, en nuestras comunidades e iglesias, e incluso en los confines de la Tierra. ¡Ven, Señor Jesús! ¡Ayúdanos a regocijarnos en tu cercanía y a compartir nuestra alegría con todos!
¡Feliz Navidad! †