Cristo, la piedra angular
Cristo es el camino para alcanzar la paz duradera en nuestros corazones y en el mundo
“Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5:9).
Comenzamos cada nuevo año con una ferviente oración por la paz. Anhelamos el mundo del mañana, el momento en el que no existirán más desavenencias entre personas, familias, vecinos ni naciones. Tras celebrar el nacimiento del Príncipe de la Paz, nos inunda la esperanza de que su venida nos inspirará a vivir de un modo distinto. Comenzamos cada nuevo año con la profunda esperanza de poder dejar a un lado la envidia, los temores, nuestros deseos por adquirir el control económico y el dominio político, nuestro rechazo a aquellos que provienen de tierras extranjeras y la incomodidad frente aquellos distintos de nosotros.
¿Qué es la paz? Es la ausencia de la violencia, por supuesto, pero también va mucho más allá. San Agustín la llamó «la tranquilidad del orden», lo que ciertamente constituye un aspecto importante de la paz. Cuando gozamos de paz, no estamos agobiados por la angustia; nuestros hogares no están repletos de estruendosas disputas y discordia; nuestras comunidades son seguras y están bien organizadas, no son peligrosas ni caóticas; y las naciones, las razas y los pueblos conviven en armonía y con respeto mutuo sin sufrir los horrores del prejuicio, la enemistad o la guerra.
La verdadera paz es más que el simple buen orden o el civismo. El Concilio Vaticano Segundo (“Gaudium et Spes,” #78) enseña que la paz es la obra de la justicia y que emana de la caridad. La paz es mucho más que la ausencia de la guerra o la coexistencia de las naciones; se trata de un obsequio de Dios, la suma total de muchos obsequios divinos que nos ayudan a vivir a plenitud con corazones rebosantes de justicia y de amor.
¿Qué es la justicia? Es la estructuración de las cuestiones humanas y de la organización de la sociedad, de conformidad con el plan de Dios. Somos justos cuando tratamos a los demás equitativamente y cuando trabajamos unidos para proteger a los inocentes y los vulnerables contra la violencia o el mal. Somos justos cuando todas las personas—ricos y pobres, fuertes y débiles—coexisten en un clima de respeto mutuo.
¿Qué es la caridad? Es la entrega del propio ser que aprendemos en su forma más perfecta de Dios, quien es Amor y quien nos enseña a comportarnos con los demás en todo lo que decimos y hacemos. La auténtica caridad no atiende a los propios intereses ni busca la gratificación personal. Es la entrega generosa de nosotros mismos (todo lo que tenemos y somos) en formas que nos conectan íntimamente con Dios y con los demás seres humanos, aquellos que se encuentran más cerca de nosotros (familiares, amigos y vecinos) y con aquellos que se encuentran lejos de nosotros (extraños, marginados sociales, incluso los enemigos).
A menudo rezamos por la paz pero olvidamos que la aceptación y el perdón que practica la gente humilde y que es el camino que conduce a Jesucristo, es el único sendero hacia la paz. La paz duradera, aquella que es más que un cese el fuego temporal o un receso periódico entre actividades hostiles, es el efecto de la caridad. Tal como lo expresa el papa Francisco: “la paz implica trabajo, no se trata de estar tranquilos y no hacer nada. ¡No! La verdadera paz significa trabajar para que todos encuentren la solución a sus problemas, a las necesidades que tienen en sus tierras, en sus patrias, en sus familias, en sus sociedades.”
Si deseamos la paz, debemos abandonar nuestro deseo de venganza y debemos estar dispuestos a que las viejas heridas sanen mediante la gracia salvadora del amor de Dios. Cristo nos ha reconciliado con Dios y con nosotros mismos. Nos han perdonado para que nosotros podamos perdonar a los demás; nos han mostrado misericordia para que podamos renunciar a nuestro deseo de venganza contra aquellos que nos han hecho daño y entregarlo a una forma de justicia más elevada que está compuesta de amor. La verdadera paz no puede existir sin el perdón.
La paz ocurre cuando soltamos la rabia y dejamos que la voluntad de Dios triunfe sobre nuestro egoísmo. Cuando llegue ese día, las naciones se unirán en un orden mundial que respeta los derechos humanos fundamentales y la auténtica diversidad cultural de naciones y pueblos. Los vecinos se ayudarán y se respetarán mutuamente; las familias vivirán juntas y con alegría; y cada hombre y mujer sobre la faz de la tierra estará en calma, sin preocupaciones y en paz.
Cuando llegue ese día, Cristo vendrá nuevamente y su paz reinará en toda creación. Mientras tanto, a medida que comenzamos este nuevo año, continuemos con nuestra búsqueda de la paz renovando nuestro compromiso para trabajar en pos de la justicia y de amar a Dios y a nuestro prójimo de forma desinteresada, tal como Cristo nos ama.
Que la paz de Cristo esté con ustedes en 2019 y siempre. Que mediante la intercesión de la Santa Virgen María, la Reina de la Paz, toda la humanidad encuentre felicidad y alegría al trabajar en favor de la justicia y al compartir los dones de Dios con los demás en nombre de Jesús.
¡Feliz año nuevo! †