Cristo, la piedra angular
Debemos amar al prójimo para erradicar el pecado del racismo
El próximo lunes 21 de enero nuestro país conmemora el Día del Dr. Martin Luther King Jr., en el cual recordamos a un hombre que entregó su vida por la causa de la libertad, la igualdad y la justicia para todos. Lo honramos porque su visión y su valor inspiraron a millones a elegir el amor por encima del odio, la libertad sobre la opresión y la no violencia sobre la venganza.
No hemos superado definitivamente el racismo; es algo contra lo que debemos luchar, algo que cada persona, familia y país que reconozca la unidad y la igualdad de todas las personas humanas, sin distinción de raza, origen étnico, estatus social o económico, debe rechazar categóricamente.
Los obispos católicos de los Estados Unidos reafirmamos la dignidad y la igualdad de todos los integrantes de la familia humana en una carta pastoral contra el racismo que fue aprobada en noviembre pasado. “Abramos nuestros corazones: el incesante llamado al amor” es, primero que nada, una reiteración positiva de nuestra creencia fundamental de que cada ser humano está hecho a imagen y semejanza de Dios y que, por lo tanto, merece todos los derechos y el respeto que se les deben a los hijos de Dios. Pero nuestra declaración también es un rechazo vehemente contra todas las actitudes racistas que demuestran las personas y que se encuentran incrustadas en nuestras estructuras sociales.
En la carta pastoral planteamos la pregunta “¿Qué es el racismo?” “El racismo surge cuando—ya sea consciente o inconscientemente—una persona sostiene que su propia raza o etnia es superior y, por lo tanto, juzga a las personas de otras razas u orígenes étnicos como inferiores e indignas de igual consideración. Esta convicción o actitud es pecaminosa cuando lleva a individuos o grupos a excluir, ridiculizar, maltratar o discriminar injustamente a las personas por su raza u origen étnico” (“Abramos nuestros corazones: el incesante llamado al amor, p. 3). De hecho, el racismo puede llegar a convertirse en un pecado grave cuando las actitudes o los juicios retorcidos conducen a acciones perjudiciales o violentas contra víctimas inocentes.
Hemos avanzado bastante desde que el Dr. King y muchos otros desafiaron a nuestro país a modificar las leyes y las actitudes para asegurar la libertad y la justicia para todos. Pero todavía queda mucho por hacer, especialmente a la luz del aumento de la violencia y las injusticias en contra de los afroamericanos, los hispanos, los musulmanes y otros grupos minoritarios.
De acuerdo con la carta pastoral: «La reaparición de símbolos de odio, como sogas con nudos corredizos y esvásticas en espacios públicos, es un indicador trágico de la creciente animosidad racial y étnica. Con demasiada frecuencia, personas hispanas y afroamericanas, por ejemplo, enfrentan discriminación en la contratación, la vivienda, las oportunidades educativas y el encarcelamiento. Frecuentemente los hispanos están en el punto de mira de prácticas selectivas de control de la inmigración derivadas de perfiles raciales, e igualmente los afroamericanos por presunta actividad criminal. También crece el temor y hostigamiento a personas provenientes de países de mayoría musulmana. Ideologías nacionalistas extremas alimentan el discurso público estadounidense con una retórica xenófoba que instiga el miedo hacia los extranjeros, los inmigrantes y los refugiados. Finalmente, con demasiada frecuencia el racismo se manifiesta en forma de pecado de omisión, cuando individuos, comunidades e incluso iglesias permanecen en silencio y no actúan contra la injusticia racial cuando se la encuentra» (“Abramos nuestros corazones: el incesante llamado al amor,” p. 4).
¿Cuál es la solución ante el problema de las actitudes y las acciones racistas? El amor. Suena sencillo, e incluso ingenuo, pero existe un sentido real de que los problemas más graves de la humanidad, incluyendo el odio violento y la animosidad que han existido desde que Caín asesinó a su hermano Abel, solo pueden resolverse mediante la conversión del corazón humano, es decir, pasar del pecado y el egoísmo al respeto genuino y al amor fraternal por todos nuestros hermanos.
De modo que, el amor es la única respuesta verdadera ante el problema del racismo. Pero este tipo de amor conlleva mucho más que el sentimentalismo positivo ya que exige un tipo de acción enérgica que convierta la justicia y la igualdad en una realidad tangible en la vida cotidiana de la gente.
Las escrituras nos dicen que “el que ama a Dios debe amar también a su hermano” (1 Jn 4:21). El amor no es una opción sino un aspecto fundamental para lograr la justicia y la igualdad básica entre pueblos y culturas distintos. “Este es el significado original de la justicia—escribimos los obispos—por la cual entramos en una relación adecuada con Dios, unos con otros y con el resto de la creación de Dios. La justicia fue un don de gracia dado a toda la humanidad. Sin embargo, después de que el pecado entró en el mundo, este sentido de justicia fue distorsionado por los deseos egoístas, y nos volvimos seres inclinados al pecado” (“Abramos nuestros corazones: el incesante llamado al amor,” p. 9).
Oremos para que el don de la gracia de Dios abra nuestros corazones; respondamos al llamado del amor negándonos a participar en cualquier forma de pensamiento, conversación o actividad racista. Amémonos los unos a los otros como Dios nos ama a todos, sus hijos, y démosles a nuestros hermanos el respeto que se merecen como personas libres creadas a imagen y semejanza de Dios. †