Cristo, la piedra angular
El niño Jesús es consagrado a su Padre
“Embellece tu trono, Sión, y recibe a Cristo Rey: Abraza a María, la puerta del cielo, pues ella conduce al Rey de la gloria revestido de nueva luz. Permanece Virgen llevando en sus manos al Hijo nacido antes del lucero del alba. Simeón lo tomó en sus brazos y proclamó ante los pueblos que es el Señor de la vida y de la muerte y Salvador del mundo.” (Antífona tradicional de la Fiesta de la presentación del Señor)
Mañana, 2 de febrero, es la Fiesta de la Presentación del Señor en la que conmemoramos el día en el que María y José, quienes eran judíos devotos, acogieron activamente los ritos de su tradición de fe y humildemente cumplieron con su obligación de consagrar a su hijo recién nacido al Señor.
Por supuesto, sabemos que no era necesario devolver a este niño al Señor porque él era el Señor, y su existencia era en sí misma una forma de oblación o de “retribuir” al Padre celestial.
Del mismo modo, la ley judía exigía que la madre del niño fuera purificada mediante un ritual. María no necesitaba esto. Ya era pura y sin mancha en virtud de su inmaculada concepción, un don de la gracia de Dios que le permitió convertirse en la nueva Eva, la madre de todos los vivos.
El cumplimiento de la ley, que llamamos la Presentación del Señor, se realizó no por necesidad sino como un acto simbólico cuyo objetivo era transmitir tres mensajes: 1) que este recién nacido, proclamado por los anfitriones celestiales como el salvador de la humanidad, no había venido a abolir la ley sino a hacerla cumplir; 2) María, la nueva Eva, forma parte de la gloria de su hijo, pero también comparte con él su “otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz” (Catecismo de la Iglesia Católica, #529); y 3) todos nosotros, hijos de Dios, estamos consagrados al Señor por intercesión de María, nuestra madre.
Tradicionalmente en esta fiesta la Iglesia nos invita a bendecir las velas que se usarán a lo largo del año litúrgico. Cuando esta bendición solemne va acompañada de una procesión a la iglesia, la congregación canta: “Luz para iluminar a las naciones paganas y gloria de tu pueblo Israel,” seguido del cántico de Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido” (cf., Lc 2:22-40). Estas aclamaciones nos conectan con dos de los principales temas de la versión de la Navidad según san Lucas: La salvación de Dios es para todos y la profecía de Simeón con respecto a la espada que atravesará el corazón de María.
Estos eventos nos presentan una verdadera lección de humildad. Por un lado, el relato es bastante sencillo: una joven familia lleva a su primogénito al templo y, según lo prescribe la ley, lo consagran al Señor y le ofrecen sacrificios.
Por otro lado, se trata de una historia compleja, compuesta de muchas capas y rica en simbolismo y sabiduría profética. Simeón y Ana son personas comunes, de edad avanzada y listas para regresar a su hogar celestial, pero ellos también son más de lo que aparentan.
Ambos son profetas, lo que significa que Dios los ha llamado a dar testimonio del extraordinario milagro que producirá la salvación de todo el pueblo de Dios, judíos y paganos por igual. Dios les ha dado el don de la premonición. Pueden ver lo que otros no y no dudan en hablar de lo que han visto a “todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2:38).
En virtud de nuestro bautismo nosotros hemos recibido también el don que recibieron Ana y Simeón el día en que Jesús fue consagrado al Señor en el Templo. Nosotros también somos testigos de la luz de Cristo y a través de nuestras palabras y ejemplo estamos llamados a dar testimonio de la salvación que nos pertenece por la misericordia y la bondad de Dios. Las velas que bendeciremos mañana son signos sacramentales de la lux Christi, la luz de Cristo, que se encuentra a disposición de todos sin distinción de religión, raza, sexo o estatus socioeconómico.
Tal como nos lo recuerda el papa Francisco, estamos llamados a ser discípulos misioneros de Jesucristo. Al igual que Simeón y Ana, nuestra vocación es dar gracias a Dios y compartir la Buena Nueva de nuestra salvación con todos (incluyendo familiares, amigos, compañeros de trabajo, vecinos, extraños y enemigos).
Estamos llamados a ser velas vivas cuya llama brilla intensamente con la luz de Cristo y que se renueva todos los días mediante la gracia de Dios que sentimos en la oración, los sacramentos y nuestra comunión con otros discípulos misioneros en la Iglesia.
Que la luz de Cristo brille en nuestros corazones de una forma especial mañana mientras damos gracias a Dios por el don de nuestra salvación. †