Cristo, la piedra angular
Cristo nos ordena ‘remar mar adentro’
“Nuestro encuentro con Cristo es una invasión de gracia. Debemos estar listos para recibir esa gracia y remar mar adentro o subir a las alturas, según el llamado.” (Obispo Robert E. Barron)
La lectura del Evangelio del quinto domingo del Tiempo ordinario (Lc 5:1‑11) relata la conocida historia de cuando el Señor le ordena a Pedro: “Navega mar adentro, y echen las redes” (Lc 5:4). A lo que Pedro responde: “Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado nada, pero si tú lo dices, echaré las redes” (Lc 5:5).
Como sabemos, el resultado fue sencillamente espectacular. “Así lo hicieron, y sacaron tal cantidad de peces, que las redes estaban a punto de romperse. Entonces hicieron señas a los compañeros de la otra barca para que fueran a ayudarlos. Ellos acudieron, y llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían” (Lc 5:6-7).
La reacción de Pedro fue caer de rodillas y exclamar: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador” (Lc 5:8). Ya que, según nos dice san Lucas, Pedro y sus compañeros Santiago y Juan estaban sorprendidos de la cantidad de peces que atraparon después de una larga noche de frustraciones y fracaso. San Lucas prosigue con las palabras de Jesús: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres” (Lc 5:10).
Esta historia del Evangelio resulta especialmente adecuada dadas las circunstancias actuales de la Iglesia. Al igual que san Pedro, los discípulos de Jesucristo, es decir, los hombres y mujeres bautizados que hemos sido llamados a “pescar” a otros seres humanos, estamos muy conscientes de que no somos dignos, de que somos pecadores.
A menudo estamos tentados a dejar que nuestras frustraciones y fracasos nos impidan cumplir con la obra que el Señor nos ha ordenado: Remen mar adentro y proclamen la Buena Nueva, como lo hizo san Pablo en la segunda lectura del domingo (1 Cor 15, 3-5) “Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce” (1 Cor 15:3-5). En el mejor de los casos, somos evangelistas renuentes que tememos a nuestras propias debilidades y a las fuerzas poderosas que actúan en nuestra contra en el mundo.
“No teman,” nos dice Jesús. Ninguna frustración ni ningún fracaso puede ser tan grande como para superar lo que el obispo Robert E. Barron denominó la “invasión de gracia” que llega a nuestras vidas producto de nuestro encuentro con Jesús. Su amor destierra los temores si, al igual que Pedro, logramos superar nuestra renuencia, nuestra resistencia a hacer lo que nos pide el Señor y decir “si tú lo dices, echaré las redes.” Ninguna fuerza del inframundo ni de la tierra es lo suficientemente intensa para impedir que la Palabra de Dios habite en nuestros corazones si tan solo decimos «sí» al poder de su maravillosa gracia.
Duc in altum! (¡Rema mar adentro!) era una de las expresiones favoritas del papa san Juan Pablo II. El Santo Padre sabía que sin el don de la gracia de Dios carecemos del valor para hacer lo que el Señor nos ordena. “No temas” era también uno de sus saludos favoritos. Ambos van de la mano. Al aceptar el don de la gracia y de “remar mar adentro” nos despojamos del temor que nos frena.
El papa Francisco a menudo hace alusión a esta paradoja: nos dice que la única forma para superar nuestros temores es levantarnos de la “comodidad del sofá” y dirigirnos a la periferia, los bordes extremos o los márgenes de la sociedad humana. La mediocridad es la enemiga del discipulado cristiano. Debemos ser valientes y no ceder en nuestro compromiso de proclamar el Evangelio a todas las naciones y los pueblos, comenzando por nuestros parientes, amigos, vecinos y compatriotas, y seguir avanzando hasta llegar a los confines de la tierra.
San Pablo admitió libremente que “soy el último de los Apóstoles, y ni siquiera merezco ser llamado Apóstol” (1 Cor 15:9), puesto que persiguió a la Iglesia antes de convertirse. “Pero por la gracia de Dios soy lo que soy—testifica san Pablo—y su gracia no fue estéril en mí” (1 Cor 15:10). La gracia de Dios puede convertir al último de los apóstoles en uno de los discípulos misioneros más grandes de la historia de la Iglesia. ¡Imagínese lo que puede hacer por nosotros!
Pidamos al Señor una invasión de gracia que nos permita soltar nuestros temores para despojarnos de la mediocridad que nos retiene, y remar mar adentro. Si abrimos nuestras mentes y corazones a la gracia de Dios, Él nos liberará de nuestros temores y nos dará el valor y la fuerza para cumplir con su voluntad siempre. †