Cristo, la piedra angular
María, bendita entre las mujeres, da testimonio de Cristo resucitado
“Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos” (Hc 1:14).
La primera persona que se encontró al Señor resucitado fue una mujer: María de Magdala, una de las mujeres que se mantuvieron leales a Jesús hasta el amargo final y no lo abandonaron en la hora de su pasión y muerte (cf. Mt 27:56, 61; Mc 15:40).
En el grupo de figuras femeninas cuya dedicación desempeñó una función única e importante en la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor, el sitio de honor le corresponde a su madre, María, la primera discípula cristiana y testigo primordial de todo lo que ocurrió durante el breve paso de Jesús por la Tierra.
María estuvo presente desde el principio, desde el momento en el que Jesús hombre, el hijo único de Dios—engendrado, no creado—fue concebido en su vientre por el poder del Espíritu Santo. El testimonio de María con respecto a la resurrección comenzó el día en el que aceptó la voluntad de lo que Dios le tenía preparado y continuó a lo largo de todos los eventos de su vida.
Tal como lo expresó el papa emérito Benedicto XVI: “Convertida en discípula de su Hijo, María manifestó en Caná una confianza total en él (cf. Jn 2:5) y lo siguió hasta el pie de la cruz, donde recibió de él una misión materna para todos sus discípulos de todos los tiempos, representados por san Juan” (cf. Jn 19:25-27).
No existen relatos de la aparición del Señor resucitado a su madre, pero a través de Hechos de los Apóstoles nos enteramos de que María, la madre de Jesús, fue una de las mujeres que se reunió en oración con los Apóstoles mientras esperaban que se cumpliera la promesa del Señor de enviar al Espíritu Santo.
De acuerdo con san Lucas:
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse” (Hc 2:1-4).
Según la tradición, María, quien recibió por primera vez el don del Espíritu Santo al momento de la Anunciación, estaba con los apóstoles en Pentecostés cuando fueron bautizados con el Espíritu y comenzaron su misión evangelizadora. Es completamente normal que María estuviera presente en el momento en el que nació la Iglesia. Ella es el modelo de todo lo que la Iglesia está llamada a hacer y los cuidados maternales que le dispensa como el Cuerpo de Cristo que es, trascienden todas las épocas hasta que se cumpla con todo el plan de la creación, al final de los tiempos.
El testimonio de Cristo resucitado que profesa María comenzó cuando el Ángel Gabriel la enfrentó al gran misterio que iba a ser su historia, la historia de nuestra salvación. Su aceptación humilde y obediente de la voluntad de Dios convirtió a María en la primera discípula cristiana. También la convirtió en la primera evangelista, la primera persona facultada por el Espíritu Santo para proclamar la verdad de nuestra salvación en Cristo.
En su Magnificat, la oración que pronunció en respuesta a la bendición de su prima Isabel, María proclama la Buena Nueva de su salvación en Cristo (y la nuestra):
“Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre” (Lc 1:46-55).
Llena del Espíritu Santo, María presagia el inicio de la Iglesia y anticipa la gran homilía que predicó san Pedro en la fiesta de Pentecostés.
Mientras nos preparamos para recibir al Espíritu Santo una vez más en este Pentecostés, alcemos la mirada hacia María y mantengámonos abiertos a los designios de la voluntad de Dios. Y, al igual que María, estemos preparados para aceptar lo que Dios nos pida, con la plena confianza de que Su gracia nos sostendrá, en cualquier circunstancia. †