Cristo, la piedra angular
El misterio de la Santísima Trinidad revela la amplitud y la profundidad del amor de Dios
“Cuando Dios cimentó la bóveda celeste y trazó el horizonte sobre las aguas, allí estaba yo presente. Cuando estableció las nubes en los cielos y reforzó las fuentes del mar profundo; cuando señaló los límites del mar, para que las aguas obedecieran su mandato; cuando plantó los fundamentos de la tierra, allí estaba yo, afirmando su obra. Día tras día me llenaba yo de alegría, siempre disfrutaba de estar en su presencia; me regocijaba en el mundo que él creó; ¡en el género humano me deleitaba!” (Pr 8, 27-31).
Este domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad que destaca el misterio supremo de nuestra fe: las tres personas que conforman el Dios que conocemos, amamos y servimos.
A lo largo de la historia de la Iglesia muchos comentaristas y predicadores han intentado “explicar” el misterio de la Santísima Trinidad, sin mucho éxito. Tal como lo expresó ingeniosamente san Agustín, intentar comprender las tres personas en un solo Dios es como tratar de drenar el océano a baldazos. Es sencillamente imposible.
Y sin embargo, los cristianos bautizados estamos llamados a profesar nuestra fe en Dios como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a proclamar este enorme misterio con la confianza que proviene de la fe, se apoya en el amor y florece en la esperanza del futuro. No tenemos que “explicar” a Dios sino invitar a otros a encontrarlo en la oración, en los sacramentos y en la comunión con nuestros hermanos y en la familia de Dios.
La plenitud de la persona de Dios no fue revelada hasta que el Señor ascendió al cielo para sentarse a la derecha del Padre y los apóstoles recibieron al Espíritu Santo (al igual que nosotros) en Pentecostés. Por supuesto, en las Escrituras hay muchas pistas de que Dios no obra por su cuenta, aunque sea el único actor en una escena en particular.
“Cuando Dios cimentó la bóveda celeste y trazó el horizonte sobre las aguas, allí estaba yo presente” (Pr 8, 27) nos dice el libro de Proverbios en la primera lectura de este domingo. “Cuando estableció las nubes en los cielos y reforzó las fuentes del mar profundo; cuando señaló los límites del mar, para que las aguas obedecieran su mandato; cuando plantó los fundamentos de la tierra, allí estaba yo, afirmando su obra” (Pr 8, 28-30).
Con toda razón nos preguntamos: ¿Quién estaba con Dios antes de la creación del universo? ¿Quién estaba a su lado como artesano? ¿Y quién era aquél que afirmaba: “allí estaba yo, afirmando su obra. Día tras día me llenaba yo de alegría, siempre disfrutaba de estar en su presencia; me regocijaba en el mundo que él creó; ¡en el género humano me deleitaba!”? (Pr 8, 30-31).
En la lectura del Evangelio del domingo de la Santísima Trinidad (Jn 16, 12–15), Jesús les dice a los discípulos (y a nosotros) “muchas cosas me quedan aún por decirles, que por ahora no podrían soportar” (Jn 16, 12). Él comprende los límites de nuestras mentes humanas, pero se asegura de que en cuanto recibamos el don del Espíritu Santo, nuestras mentes y corazones se abran y comprendamos por virtud de la fe aquello que la razón por sí sola no puede entender.
Como hombres y mujeres de fe, aceptamos el maravilloso misterio de que Dios es puro amor y bondad, por lo que no puede limitarse a nuestras categorías humanas de individualidad y separación. Tal como lo dice el Evangelio según san Juan, ni siquiera el Espíritu Santo habla o actúa por sí solo. Dios siempre actúa como una comunión de personas, una divina unidad diversa que está totalmente fuera de nuestra comprensión aunque requiere nuestra entera aceptación en la fe.
Celebramos a la Santísima Trinidad, no porque entendemos el misterio, sino porque lo hemos vivido en el amor misericordioso del Dios Padre, en la gracia salvadora de Jesús el Hijo, y en la inspiración que hemos recibido a través del poder del Espíritu Santo.
Creer en el Dios trino no es un ejercicio académico, ni una enseñanza abstracta, ni un dogma o un credo estático. El misterio de la Santísima Trinidad revela la amplitud y la profundidad del amor de Dios. En verdad es muy sencillo. La Trinidad es quien Dios es y como comparte su vida divina con los demás. Sí, es un misterio, pero también es un enorme regalo para nosotros y toda la creación.
Dios es amor y el amor se debe compartir. Dios comparte su amor entregándose a nosotros y a toda la creación, totalmente y sin reservas en las tres personas que están perfectamente unidas entre sí en la Santísima Trinidad que es Dios.
Que la conmemoración de esta gran festividad nos acerque más a Dios y que encontremos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo mientras rezamos, celebramos los sacramentos y servimos al prójimo con amor. †