Cristo, la piedra angular
¿Por qué deberíamos permanecer? La verdad y el amor de Dios son la razón
“El verdadero problema en este momento de nuestra historia es que Dios está desapareciendo del horizonte humano y, al atenuarse la luz que proviene de Dios, la humanidad pierde el rumbo, con efectos destructivos cada vez más evidentes” (Joseph Ratzinger, papa emérito Benedicto XVI).
En el capítulo cuarto del libro Carta a una Iglesia que sufre: un obispo habla sobre la crisis de abusos sexuales, el obispo Robert E. Barron aborda una interrogante muy importante: “¿Por qué deberíamos permanecer?” El obispo le habla directamente a los católicos “que, comprensiblemente, se sienten desmoralizados, escandalizados, sumamente enojados y que también quieren renunciar.”
La respuesta del obispo Barron es un resumen magistral del tesoro que es nuestra forma de vida católica y exhorta con vehemencia a todos los católicos a que mediten piadosamente sobre las seis razones por las que debemos mantenernos fieles a nuestro llamado bautismal.
La primera razón que expone Carta a una Iglesia que sufre es sencilla pero extremadamente importante: la Iglesia habla de Dios.
No es fácil hablar de Dios ni resulta común en nuestra cultura contemporánea. Estamos inmersos en un entorno secular, a menudo antirreligioso, que efectivamente ha cercenados todos los lazos con nuestras raíces espirituales. Cuando se da, la conversación sobre Dios se reduce al culto religioso al cual acuden cada vez menos personas, en comparación con las generaciones anteriores, y se desalientan o se prohíben las referencias explícitas a Dios en recintos públicos, en la política, en los negocios, en los servicios sociales, las artes y la educación.
La Iglesia insiste en hablar sobre Dios, no solamente el fin de semana en la misa, sino en todas las circunstancias que atañen a la vida y la dignidad de las personas.
Hablamos de Dios cuando hacemos referencia al matrimonio y la vida familiar, a inmigración, a la pobreza, la adicción, la salud, la educación y la sexualidad. Hablamos sobre Dios cuando se trata de algo incómodo, especialmente con respecto a la dignidad de la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte natural y nos rehusamos a permitir que los valores seculares suplanten nuestras convicciones más elementales y fundamentales sobre la persona humana creada a imagen y semejanza de Dios.
“La Iglesia, a pesar de sus múltiples fallas, nos habla de Dios, nos habla sobre el Misterio trascendente, sobre aquello que corresponde a los deseos más ardientes del corazón, a la Realidad Última y—escribe el obispo Barron—esta palabra, especialmente hoy en día, es como agua en el desierto.”
San Agustín lo expresó de una forma excepcional. Nuestros corazones están preparados para Dios y, por lo tanto, estarán inquietos hasta que encuentren su descanso en Dios. “Permanezcan en la Iglesia—nos exhorta el obispo Barron—pues en su mejor faceta orienta correctamente al corazón deseoso.”
Resulta lamentable que recientemente hayamos presenciado la incapacidad de la Iglesia para hablar sobre Dios con credibilidad. No hay excusa para esto. Los recipientes mundanos que contienen el tesoro de la verdad y el amor de Dios, son frágiles.
Nosotros (todos los bautizados) somos la Iglesia y todos nosotros, a excepción de María, la madre de Dios y nuestra madre, somos seres humanos pecadores que llevamos adelante la obra de Cristo de forma muy imperfecta. Y sin embargo, según Carta a una Iglesia que sufre, somos “una de las pocas instituciones que quedan en nuestra sociedad para hablar de Dios a sus hijos.”
El gran apologista cristiano, G.K. Chesterton destacó una vez que “el primer efecto de no creer en Dios es que se pierde el sentido común.” Muchos podrían argumentar que nuestro mundo efectivamente ha perdido su sentido común.
¿Qué sentido tiene quitarle el alimento y la bebida a un moribundo? ¿Negarle el derecho a la vida a las víctimas más inocentes que se encuentran en el vientre? ¿En forzar a niños y familias a sufrir terribles humillaciones mientras huyen de su patria en busca de libertad y de una mejor vida? ¿En perseguir la riqueza, el poder y el placer de los sentidos como la forma más elevada de vida humana?
Tal como lo han enfatizado en repetidas ocasiones los papas modernos (en especial, Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco), cuando Dios no está presente en nuestras mentes y corazones “la humanidad pierde el rumbo, con efectos destructivos cada vez más evidentes.” Solo tenemos que echar un vistazo a los titulares de hoy o leer la cháchara incesante en las redes sociales para ver los “efectos destructivos” producto de la negación de la presencia de Dios por parte de la sociedad.
Existen muchas razones para seguir siendo fieles a nuestra vocación bautismal, pero la más inmediata y convincente es la oportunidad que nos brinda la participación activa para escuchar la Palabra de Dios y compartirla generosamente con los demás.
Hablar de Dios no debe limitarse solamente al culto dominical; es algo para la cotidianidad y para los momentos más importantes de nuestras vidas como individuos y como sociedad.
Dios está con nosotros, siempre y en todas partes. Acudamos a Él y pidámosle que, por el poder de su gracia, nos ayude a seguir siendo fieles y, como integrantes de su cuerpo, la Iglesia, a hablar sobre Él a menudo. †