Cristo, la piedra angular
Cristo nos enseña que el amor es sacrificio, no autosatisfacción
Juan el Bautista vio que el Espíritu bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre Jesús (cf. Jn 1:32). “Ahí tienen ustedes al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. A él me refería yo cuando dije: ‘Después de mí viene uno que es superior a mí, porque él ya existía antes que yo’ ” (Jn 1:30-31).
La lectura del Evangelio de esta semana (el segundo domingo del Tiempo ordinario) presenta a san Juan el Bautista que proclama audazmente a Jesús como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (cf. Jn 1:29-34). Para quienes dudaban de Jesús, Juan deja en claro que “es superior a mí, porque él ya existía antes que yo” (Jn 1:30).
En las sagradas escrituras, el “Cordero de Dios” es una imagen muy poderosa; en el antiguo testamento, el Cordero fue un chivo expiatorio, una figura inocente que sufre por el bien de los demás. En el libro del Apocalipsis, el Cordero se ilustra como un león: el Cordero que vence la fuerza del mal. Nos salva mediante su sacrificio en la cruz que se percibe como una elección activa (de cumplir con la voluntad de su Padre) en vez de la aceptación pasiva de un destino cruel.
El Cordero de Dios que proclama audazmente Juan el Bautista es un chivo expiatorio inocente y un gobernante semejante a un león que quita el pecado del mundo. Se trata de una figura paradójica cuya aparente debilidad es su mayor fortaleza. Jesús conquista el pecado y la muerte no al confrontarlos sino al aceptarlos.
San Agustín hizo el siguiente planteamiento: “¿Por qué cordero en la pasión? Porque recibió la muerte sin haber delinquido. ¿Por qué león en la pasión? Porque habiendo sido matado por la muerte dio muerte a la muerte. ¿Por qué cordero en la resurrección? Porque su inocencia es eterna. ¿Por qué león en la resurrección? Porque su poder es sempiterno.”
Lo que distingue a Jesús es que lidera a través del servicio y, al hacerlo, nos enseña que el amor verdadero es sacrificial, no autocomplaciente. El Cordero de Dios se entrega a la voluntad del Padre; acepta que debe sacrificarse por nuestra salvación y se enfrenta a su propia muerte ignominiosa (acompañada de insultos, una tortura cruel y, finalmente, la crucifixión) sin protestar ni quejarse porque nos ama a todos, incluso a sus enemigos.
En la cultura actual el amor se presenta de distintas formas y adopta diferentes significados dependiendo del contexto. Para las representaciones más auténticas del amor que encontramos en los libros, las películas y otros medios normalmente entrañan sacrificio. Una madre elige la vida de su hijo que no ha nacido por encima de la suya propia; un hombre se niega a participar en un negocio turbio porque considera que su integridad es el don más grande que puede darle a su familia; los mártires sucumben a la persecución religiosa y la muerte por qué no aceptan sentirse intimidados por la falsedad o la idolatría que promueve un Estado.
Jesús, el Cordero de Dios, nos demuestra que el amor a la larga busca el bien de los demás, no lo que se siente bien en el momento. Aunque era inocente de todo delito, eligió morir en la cruz en vez de protestar ante la crueldad y la injusticia de sus acusadores. Se mostró pasivo frente a una gran maldad, pero tal como lo describe san Agustín, fue semejante a un león en su pasión, muerte y resurrección de entre los muertos.
¿Qué nos dice el Cordero de Dios sacrificial acerca de nuestras propias vidas? ¿Cómo podemos aprender de él y ampliar nuestra comprensión de lo que significa el verdadero amor?
En términos sumamente sencillos, vemos en Jesús los valores supremos de la humildad y la entrega. En tanto que todo y todos a nuestro alrededor parecen incitarnos a ser agresivos y buscar la autosatisfacción, el Cordero de Dios nos demuestra que debemos entregarnos a la voluntad de Dios para poder alcanzar la verdadera felicidad y la vida eterna. De él aprenderemos a ser amables y a aceptar como corderos, pero que al mismo tiempo debemos ser audaces y valientes como leones.
El amor es sacrificio; la paz se logra a través de la entrega; la felicidad viene con el dolor y a través de este. La verdad de estas afirmaciones paradójicas se expresa en mayor plenitud en el ejemplo de Jesús, el Cordero que fue asesinado—voluntariamente—por nuestros pecados y los del mundo.
Unámonos a Juan el Bautista y proclamemos con determinación: Ahí tienen ustedes al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Ahí está el que es superior a nosotros, porque ya existía antes que nosotros. Solo él puede salvarnos del pecado y la muerte.
Y recemos juntos: Agnus Dei, qui tolis peccata mundi, miserere nobis; dona nobis pacem (Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros; danos la paz.) †