Cristo, la piedra angular
Estamos llamados a ser sal y luz para los necesitados
“Si quitas de en medio de ti el yugo, el amenazar con el dedo y el hablar iniquidad, y si te ofreces a ayudar al hambriento, y sacias el deseo del afligido, entonces surgirá tu luz en las tinieblas, y tu oscuridad será como el mediodía” (cf. Is 58:9-10).
Las lecturas de este domingo, el quinto del Tiempo ordinario, nos desafían a superar lo que el papa Francisco denomina “el pecado de la indiferencia.”
Como seguidores de Jesucristo estamos llamados a ser la sal y la luz del mundo: sal para superar la apatía y luz para brillar en la oscuridad.
Una de las características que distingue a Jesús es la compasión. Nuestro Señor se preocupa por nosotros; Él jamás es indiferente al dolor de los demás y, a menudo, lo mueve la misericordia; Su corazón sufre por los pobres, por los afectados por enfermedades físicas y mentales, e incluso por los pecadores. Para Jesús no existe la apatía; se preocupa profundamente por todos y no es avaro con la compasión, sino que actúa: al alimentar al hambriento, al curar al enfermo y al perdonar los pecados.
Tal vez podríamos decir que la compasión de Jesús es lo que lo caracteriza. Es una luz que brilla en la oscuridad de nuestro mundo porque nos cuida y se preocupa enormemente. Es como la sal: un preservante esencial en la época en la que todavía no existía la refrigeración, así como el condimento que realza el sabor, porque él hace que aflore lo mejor en nosotros, independientemente de cuánto nos hayan corrompido nuestro egoísmo y el pecado.
La primera lectura de este domingo del profeta Isaías (Is 58:7-10) nos exhorta: “¿No es para que compartas tu pan con el hambriento, y recibas en casa a los pobres sin hogar; para que cuando veas al desnudo lo cubras, y no te escondas de tu semejante? Entonces tu luz despuntará como la aurora, y tu recuperación brotará con rapidez. Delante de ti irá tu justicia; y la gloria del Señor será tu retaguardia. Entonces invocarás, y el Señor responderá; Clamarás, y Él dirá: ‘Aquí estoy!’ (Is 58:7-9) Esta es la Regla de oro: tratemos a los demás como desearíamos que nos traten.
Nuestras propias necesidades serán satisfechas si cuidamos a los demás, pero si nos negamos egoístamente a ayudar a nuestros hermanos necesitados, nos volvemos insípidos, como la sal que ha perdido su poder. Como lo expresa Jesús en la lectura del Evangelio de este domingo (Mt 5:13-16): “Ustedes son la sal de la tierra; pero si la sal se ha vuelto insípida, ¿con qué se hará salada otra vez? Ya para nada sirve, sino para ser echada fuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5:13).
Nuestra indiferencia hace que nos convirtamos en personas indolentes, incapaces de ayudar a los demás cuando lo necesitan. Jesús contrarresta nuestra indiferencia con su compasión, su capacidad para “sufrir junto con” nuestros hermanos. Aún en los momentos en los que la apatía nos paraliza, Jesús jamás da la espalda.
“Ustedes son la luz del mundo” nos dice Jesús. “Una ciudad situada sobre un monte no se puede ocultar; ni se enciende una lámpara y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en la casa. Así brille la luz de ustedes delante de los hombres, para que vean sus buenas acciones y glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 5:14-16).
En nuestra indiferencia nos ocultamos bajo un manto de oscuridad; al no actuar como nos lo exige Jesús negamos la verdad sobre nosotros mismos. En vez de actuar con cariño y compasión, nos retraemos tímidamente y nos decimos a nosotros mismos que alguien más hará aquello que tanto tememos hacer: ocuparnos de los más pequeños de nuestros hermanos en Jesús.
En la segunda lectura de este domingo (1 Cor 2:1-5), san Pablo reconoce que no podemos hacer lo que nos pide el Señor únicamente con la fuerza de nuestra propia voluntad. El Espíritu Santo nos hace más audaces de lo que somos por nosotros mismos y nos da el poder que necesitamos para actuar en nombre de los demás. «Estuve entre ustedes con debilidad y con temor y mucho temblor—nos enseña san Pablo—y mi mensaje y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de sabiduría, sino con demostración del Espíritu y de poder, para que la fe de ustedes no descanse en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2:3-5).
Para superar nuestra indiferencia y convertirnos en sal y luz del mundo, debemos abandonar el ego y permitir que la gracia de Dios nos empodere y nos ilumine. Recemos por la “debilidad, el temor y el temblor” que nos obliga a ponernos de rodillas y a permitir que el Espíritu Santo haga aquello nuestro ego, nuestro miedo o nuestra indiferencia nos impide hacer: cuidar y preocuparnos profundamente por nuestros hermanos necesitados. †