Cristo, la piedra angular
Dejemos que Jesús sea nuestro consuelo y nuestro desafío en estos tiempos difíciles
La vida cristiana es un camino y desde el momento de nuestro bautismo, todos emprendemos un recorrido hacia una mejor vida. Esta nueva vida comienza aquí en la Tierra y creemos firmemente que culmina en el cielo donde habitan Dios, todos los ángeles y los santos.
Lo que distingue nuestro camino cristiano es el hecho de que recibimos muchas oportunidades para encontrar a nuestro Señor Jesucristo a lo largo de nuestro recorrido. Al igual que los dos discípulos en el camino a Emaús (Lc 24:13-35), a menudo no nos percatamos de la presencia de Jesús entre nosotros; por lo general no lo reconocemos porque estamos demasiado concentrados en nosotros mismos. Pero si se lo permitimos, Jesús atravesará nuestra indiferencia y nuestros corazones endurecidos para demostrarnos que nos acompaña a cada paso del camino.
Según leemos en el Evangelio del próximo domingo, el tercer domingo de Pascua, los discípulos que se encontraron con Jesús a la salida de Jerusalén estaban desilusionados y habían abandonado toda esperanza. Se habían enterado de que el sepulcro en el que habían colocado a Jesús estaba vacío, pero no sabían que el Señor había resucitado de entre los muertos. Jesús los reprende al decirles: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera todas estas cosas y entrara en Su gloria?” (Lc 24:25-26) Si hubieran prestado más atención a las numerosas ocasiones en las que su Maestro les enseñó que las Escrituras se cumplirían con él, ¡no habrían tardado tanto en creer!
El papa Francisco nos dice que Jesús es el rostro de la misericordia. Cuando lo encontramos, nuestros ojos se abren y vemos claramente a pesar de nuestra ceguera. Los discípulos en el camino a Emaús recibieron un enorme obsequio. Tal como escribe san Lucas: “Al sentarse a la mesa con ellos, Jesús tomó pan, y lo bendijo; y partiéndolo, les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos y lo reconocieron; pero Él desapareció de la presencia de ellos” (Lc 24:30-31). Para poder ver a Jesús, debemos estar listos y nuestros corazones deben estar abiertos al milagro de su presencia, tanto en las Escrituras (la Palabra de Dios) como al partir el pan (la eucaristía).
La Palabra y los sacramentos son los obsequios que hemos recibido para poder encontrar a Jesús y, de esta forma, poder ver el rostro de Dios. Pero no debemos acumular estos obsequios ni guardárnoslos para nosotros mismos. El Señor resucitado nos ordena que vayamos por el mundo como evangelizadores, discípulos misioneros que comparten generosamente con los demás los valiosísimos regalos que hemos recibido de nuestro Señor.
Su encuentro con Jesús produjo un cambio profundo en el comportamiento de los dos discípulos de camino a Emaús. En vez de huir de Jerusalén desanimados y sin esperanza, ahora sus corazones ardían. Tal como lo expresa san Lucas:
“Levantándose en esa misma hora, regresaron a Jerusalén, y hallaron reunidos a los once apóstoles y a los que estaban con ellos, que decían: ‘Es verdad que el Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón.’ Y ellos contaban sus experiencias en el camino, y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24:33-35).
Los dos discípulos se convirtieron en evangelistas y regresaron a Jerusalén para compartir sus experiencias con los demás discípulos. ¡Sus ojos fueron abiertos y vieron al Señor resucitado!
El camino que cada uno de nosotros debe recorrer incluirá inevitablemente momentos de duda y desilusión. Esto es especialmente cierto en momentos de crisis cuando nuestro anhelo de Jesús, el rostro de Dios, es particularmente intenso. En esos momentos en los que sentimos con mayor intensidad nuestra incapacidad para recibir a nuestro Señor en la eucaristía, es importante recordar dónde encontramos a Jesús por última vez. Lo más probable es que lo hayamos reconocido por última vez en alguno de estos tres lugares: 1) al orar y meditar sobre la Palabra de Dios; 2) en los sacramentos; o 3) en el servicio desinteresado a “uno de los más pequeños” de los hermanos de Jesucristo.
Si regresamos frecuentemente a estos lugares de encuentro, conscientes de que las gracias que recibimos en nuestro bautismo y confirmación nos han unido en la comunión espiritual de la eucaristía, es probable que reconozcamos a Jesús y nos percatemos de que es un compañero cercano y la meta de nuestro camino. Si le permitimos acercarse a nosotros, Jesús atravesará nuestra indiferencia y nuestros corazones endurecidos, y nos desafiará, nos consolará y nos guiará por los caminos difíciles de la vida.
Que nuestros corazones ardan con el anhelo de encontrar a Jesús en las Escrituras y al partir el pan. †