Cristo, la piedra angular
Podemos alegrarnos en esta temporada de Pascua porque Jesús está cerca de nosotros
“Canten salmos a su glorioso nombre; ¡ríndanle gloriosas alabanzas! Díganle a Dios: ‘¡Cuán imponentes son tus obras!’ ” (Sal 66:2-3).
El Sexto Domingo de Pascua, que celebramos este fin de semana, continúa con los temas llenos de alegría de esta temporada santa.
Al comienzo de la liturgia, la antífona de entrada (Is 48:20) proclama: “Anuncien esto con gritos de alegría y háganlo saber. Publíquenlo hasta en los confines de la tierra; digan: El Señor ha redimido a su pueblo, aleluya.”
Las lecturas de las Escrituras, las oraciones y las aclamaciones continúan la proclamación llena de alegría de que Cristo nuestra esperanza ha resucitado. Incluso en tiempos de tragedia y profunda tristeza, insistimos en el carácter alegre de esta temporada litúrgica ¿Acaso nos estamos engañando? ¿O en verdad tenemos motivos para alegrarnos?
El gran misterio de la resurrección de nuestro Señor, su triunfo sobre el pecado y la muerte, es que mientras seguimos experimentando los efectos del mal (plagas, desastres naturales y catástrofes producto del pecado humano), su poder sobre nosotros ha sido neutralizado por el amor de Dios perfectamente realizado en el sacrificio de Jesucristo en la cruz. Mediante sus heridas, hemos sido sanados; por su autoentrega elegida libremente, hemos sido liberados de la esclavitud del pecado y de la finalidad de la muerte.
Incluso cuando no podemos ver o entender las razones de lo malo que nos sucede, y especialmente cuando se trata de los que son más vulnerables y que no merecen las penurias que se les imponen, estamos invitados a regocijarnos en el amor incondicional y la misericordia de nuestro Redentor, Jesucristo, quien nos invita a acompañarlo en su viaje de la muerte a la nueva vida. A pesar de lo cerca que está de nosotros ahora, la esperanza que hemos recibido a través de nuestra participación en la alegría pascual es solo un anticipo de una alegría mucho más profunda que está por venir.
Esto significa que, incluso en las peores circunstancias, el Señor resucitado está con nosotros. Está cerca de nosotros. Comparte nuestro sufrimiento y nuestra pena. Llora con nosotros. Nos consuela y nos da esperanza.
Sobre todo, podemos regocijarnos porque nuestro Señor nos invita a compartir tanto su sufrimiento (su pasión y muerte) como su alegría (su resurrección y ascensión al cielo). Incluso en nuestro propio sufrimiento y muerte, se nos promete la alegría de estar unidos a Cristo, tanto aquí y ahora, como en una mejor vida por venir. Como individuos y como comunidad de fe, estamos invitados a acercarnos a Cristo, y así encontrar su misericordia y su esperanza.
En la práctica, los cristianos no somos ingenuos o tontos en cuanto a las manifestaciones del pecado y la muerte que se nos presentan en la vida diaria. Cuando muere un ser querido lloramos pero no perdemos la esperanza. Cuando nos enfrentamos a las realidades de la pobreza, la indigencia o la injusticia, no reaccionamos pasivamente; practicamos las virtudes de la caridad, la hospitalidad y la justicia. Cuando una pandemia de enormes proporciones azota nuestros hogares, nuestras comunidades y nuestro mundo, no nos damos por vencidos; hacemos sacrificios y soportamos dificultades para frenar la propagación y proteger la salud y el bienestar de los más vulnerables.
Hacemos esto con confianza y esperanza porque sabemos que el Señor ha resucitado. Soportamos las dificultades, damos consuelo y apoyo a los demás, y aceptamos las cosas que no podemos cambiar, porque Jesús está cerca de nosotros y nos asegura que pase lo que pase, todo estará bien.
Como cristianos, elevamos la mirada hacia María y los santos para que nos inspiren y sean nuestros guías en los momentos difíciles. Estos son los hombres y mujeres que nos han precedido en el testimonio del poder de la Resurrección. Conocieron una gran pena, y soportaron intensos dolores y sufrimientos (incluso el martirio) con la confianza de que el Señor estaba cerca de ellos. No temían pues confiaban en el Señor.
La primera lectura de este domingo (Hc 8:5-8; 14-17) narra el testimonio de Felipe de la resurrección:
“Felipe bajó a una ciudad de Samaria y les anunciaba al Mesías. Al oír a Felipe y ver las señales milagrosas que realizaba, mucha gente se reunía y todos prestaban atención a su mensaje. De muchos endemoniados los espíritus malignos salían dando alaridos, y un gran número de paralíticos y cojos quedaban sanos. Y aquella ciudad se llenó de alegría” (Hc 8:5-7).
Al darnos cuenta de que Cristo nuestra esperanza ha resucitado, sobreviene una inmensa alegría. Pese a todo, podemos alegrarnos en esta temporada de Pascua porque Jesús está cerca de nosotros Acerquémonos a él, y a los demás, con esperanza y alegría. ¡Aleluya! †