Cristo, la piedra angular
Jesús asciende al Padre, pero se mantiene cerca de nosotros
La Solemnidad de la Ascensión del Señor, que se celebra este domingo, es una festividad especialmente poderosa dadas nuestras experiencias en los últimos meses.
Los católicos a los que se les ha negado el acceso a los sacramentos, especialmente la sagrada eucaristía, a consecuencia del coronavirus, se sentirán identificados con los discípulos de Jesús que sintieron intensamente la ausencia de su Señor cuando ya no estaba con ellos de la forma habitual.
Es cierto que el modo de estar con ellos cambió después de su resurrección; en vez de estar con ellos como lo hacía habitualmente, se les “aparecía” en salones a puerta cerrada, en el camino a Emaús y en la orilla del mar de Galilea. Pero al menos estaba con ellos y podían verlo y tocarlo. Comió y habló con ellos, y calmó sus temores.
Y un día se marchó. Las escrituras nos dicen que ascendió al cielo, donde está sentado a la derecha del Padre. No es de extrañar que los discípulos se quedaran paralizados de pie, mirando hacia el cielo (Hc 1:1-11). Una vez más habían quedado huérfanos (o eso pensaban), separados del Señor, perdidos, solos y atemorizados.
Sabemos exactamente cómo se sentían. Ante la decisión extremadamente dolorosa, pero totalmente necesaria, de cerrar las iglesias y suspender las celebraciones públicas de la misa y los sacramentos, quizá sintamos a veces como si el Señor se hubiera marchado y ya no lo tenemos de la misma forma.
Pero esa percepción, aunque comprensible, es una malinterpretación de lo que ocurrió cuando Jesús subió al cielo. También subestima por completo el don del Espíritu Santo y el gran encargo que nos dejó Jesús: “por tanto, vayan y hagan discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que les he mandado a ustedes” (Mt 28:19-20).
Jesús jamás nos abandona. Permanece cerca de nosotros en la oración y en los extraordinarios actos de amabilidad, valor y generosidad que están recibiendo los enfermos, los que están solos y los atemorizados. Y de hecho, en el propio acto de enviar su Espíritu y de establecer su Iglesia, él prometió a los discípulos (y a nosotros): “Les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).
Jesús subió al cielo para que sus seguidores (todos nosotros) pudiéramos asumir el papel que nos corresponde como discípulos misioneros. Es por ello que nos envió el Espíritu Santo: para empoderarnos a actuar en nombre de Jesús, como miembros de su cuerpo, a proclamar la Buena Nueva, a sanar a los enfermos y a los moribundos, a consolar a los que se encuentran solos y asustados, y a liberar a los prisioneros.
Al subir al cielo Jesús no nos abandonó sino que hizo posible que nos acercáramos todavía más a Él al convertirnos en miembros de su Cuerpo Místico y que todos nuestros hermanos del mundo se enteraran de su presencia.
A muchos les han negado el acceso a la gracia de los sacramentos y la posibilidad de estar en la presencia verdadera de nuestro Señor en la eucaristía durante la pandemia del coronavirus. Si no prestamos atención, quizá podríamos caer en la tentación de pensar que la Iglesia nos ha abandonado en nuestra hora de mayor necesidad y nos ha separado de la eucaristía y del sacramento de la penitencia. Pero ninguna decisión de los líderes de la Iglesia o del gobierno “podrá apartarnos del amor que Dios nos ha manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor” (Rom 8:39).
Aun cuando, con profundo pesar, se nos niegue el acceso a los sacramentos, Jesús está con nosotros a través de la Palabra de Dios en las Escrituras, en las oraciones de la Iglesia y en las oraciones devocionales. Y nuestro Señor nos ha dicho que está con nosotros siempre que atendemos las necesidades de “los más pequeños” de nuestros hermanos.
En agradecimiento a la presencia del Señor, recemos junto con san Pablo en la segunda lectura de la Solemnidad de la Ascensión del Señor:
“Pido que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre glorioso, les dé el Espíritu de sabiduría y de revelación, para que lo conozcan mejor. Pido también que les sean iluminados los ojos del corazón para que sepan a qué esperanza él los ha llamado, cuál es la riqueza de su gloriosa herencia entre los santos, y cuán incomparable es la grandeza de su poder a favor de los que creemos. Ese poder es la fuerza grandiosa y eficaz que Dios ejerció en Cristo cuando lo resucitó de entre los muertos y lo sentó a su derecha en las regiones celestiales” (Ef 1:17-20).
Jesús permanece cerca de nosotros. ¡Aleluya! †