Cristo, la piedra angular
Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo
“Pero, cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin de que fuéramos adoptados como hijos. Ustedes ya son hijos. Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ‘¡Abba! ¡Padre!’ Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero” (Gal 4:4-7).
Este domingo 7 de junio celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad. Esta gran fiesta, que ocurre cada año el domingo siguiente a Pentecostés, fundamenta el resto del año litúrgico (Tiempo Ordinario) en el misterio central de nuestra fe.
Creemos en un Dios que es la fuente, el fundamento y la meta de todas las cosas visibles e invisibles y, al mismo tiempo, creemos que este único Dios es una comunión amorosa de personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esta es la paradoja divina: la unidad perfecta en la diversidad, un Dios en tres personas.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que “al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él” (#221).
Dios es amor y el amor de Dios no se puede reprimir puesto que se desborda para crear y sostener toda la creación, y llama a todos los seres a unirse en perfecta armonía con su Dios Creador.
Las Sagradas Escrituras no “explican” el misterio de la Santísima Trinidad, pero sí dan testimonio de las diversas maneras en que el Único Dios se manifiesta a su pueblo.
En la primera lectura del Libro del Éxodo (Ex 34:4-6; 8-9), Moisés ve a Dios como el rostro de la misericordia (una de las imágenes predilectas del papa Francisco). El Dios que le entrega a Moisés los Diez Mandamientos es, al mismo tiempo, un legislador exigente y un padre amoroso, un “Dios clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad” (Ex 34:6).
En la lectura del Evangelio (Jn 3:16-18), descubrimos cuánto hará este Padre amoroso y misericordioso para salvarnos de nuestros pecados y para sostenernos en la nueva vida que fue posible gracias a la muerte y la resurrección de su Hijo, y que es el don que hemos recibido de su Espíritu Santo. “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3:16).
Vemos esta cita en muchos lugares, inclusive en eventos deportivos. Es una afirmación de la Santísima Trinidad: el Padre que ama, el Hijo que redime y el Espíritu Santo que hace posible que creamos y, por lo tanto, heredemos la vida eterna.
La segunda lectura del Domingo de la Santísima Trinidad tomada de la Segunda Carta de San Pablo a la Iglesia de Corinto es una guía sencilla, pero no fácil, para aceptar los dones de la creación, la redención y la santificación de Dios:
“En fin, hermanos, alégrense, busquen su restauración, hagan caso de mi exhortación, sean de un mismo sentir, vivan en paz. Y el Dios de amor y de paz estará con ustedes. Salúdense unos a otros con un beso santo. Todos los santos les mandan saludos. Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Cor 13:11-13).
Se nos invita y se nos desafía a alegrarnos, a cambiar nuestras costumbres, a darnos aliento y a vivir en paz. Si podemos aceptar las gracias divinas que nos permiten “buscar la restauración” y creer en el poder transformador del amor de Dios, podemos unirnos a Él, ahora y en la vida venidera.
Como queda claro en el Evangelio según san Juan (Jn 3:17-18), Dios no quiere condenar al mundo ni a nada creado por su amor divino. Dios desea unirse a nosotros en el amor y en la paz. La elección es nuestra. “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y, como eres hijo, Dios te ha hecho también heredero” (Gal 4:7). Somos libres para aceptar o rechazar el único amor que hace posible la alegría perdurable.
En este Domingo de la Santísima Trinidad, demos gracias a Dios por revelarnos “su secreto más íntimo.” Pidámosle que nos ayude a reconocer el don de Su amor y misericordia como se expresa más profundamente en el misterio de la Trinidad.
Y oremos para recibir la gracia de creer en la “eterna comunicación de amor” de Dios para que nosotros también podamos participar en este maravilloso misterio de fe. †