Cristo, la piedra angular
Las lecturas de las Escrituras sobre la vida y la muerte plantean paradojas
“Ahora bien, si hemos muerto con Cristo, confiamos que también viviremos con él. Pues sabemos que Cristo, por haber sido levantado de entre los muertos, ya no puede volver a morir; la muerte ya no tiene dominio sobre él. En cuanto a su muerte, murió al pecado una vez y para siempre; en cuanto a su vida, vive para Dios. De la misma manera, también ustedes considérense muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6:8-11).
Las lecturas de las Escrituras de este fin de semana (el 13º domingo del tiempo ordinario) nos hablan de los misterios de la vida y la muerte, y nos revelan dos paradojas fundamentales del cristianismo: 1) En Cristo, estamos muertos al pecado y viviendo para Dios (Rom 6:11); y 2) Quien encuentre su vida la perderá, y quien pierda su vida por causa de Jesús la encontrará (Mt 10:39). ¿Qué significan estas ideas aparentemente contradictorias para nuestra vida diaria?
Los cristianos creemos que la muerte ha sido transformada por Jesús desde el amargo final de la vida—un tiempo de absoluta soledad y la cruel pérdida de todo lo que hemos conocido y amado—hasta el punto de entrar en una nueva y mejor vida con Dios. Creemos esto porque nuestro Señor mismo probó la amargura de la muerte y la superó. Él descendió a los muertos (“al infierno,” dicen algunas traducciones). Al hacerlo, experimentó las peores emociones humanas posibles: el miedo a ser abandonado por Dios y la pérdida de toda esperanza en el futuro.
El papa emérito Benedicto XVI escribió que: “Si existiera una soledad que no pudiera ser penetrada y transformada por la palabra de otro … entonces deberíamos tener una soledad y un miedo totales, lo que la teología llama infierno.”
Creemos que Cristo experimentó esta “verdadera soledad total y espantosa” cuando sufrió la muerte por nosotros. Pero también creemos que su amor fue más fuerte que la muerte. Como resultado, la muerte ha perdido su finalidad. La vida es victoriosa y, como cantamos en la liturgia de Pascua, la muerte ha perdido su aguijón.
El cielo y el infierno son conceptos contra los cuales se rebelan las mentes modernas. Seguramente desde el punto de vista geográfico esos “lugares” no existen. Las imágenes tradicionales apuntan a los cielos y hablan de la morada de Dios, pero ninguna nave espacial entrará accidentalmente en el reino de los cielos. Y ninguna cantidad de túneles hacia el centro de la Tierra descubrirá jamás las regiones ardientes (o algunos dicen congeladas) del infierno.
El cielo y el infierno son estados del ser. En pocas palabras, estamos en el cielo cuando estamos con Dios, y estamos en el infierno cuando nos hemos separado de Dios por nuestro egoísmo y pecado. La elección que cada uno de nosotros debe hacer es clara: ¿Queremos pasar toda la eternidad unidos a Dios en la alegría del cielo, o preferimos seguir nuestro propio camino y arriesgarnos a sufrir la soledad total y el miedo al infierno?
Las decisiones que tomamos cada día determinan nuestra disposición a enfrentar el Juicio Final. ¿Estoy en estado de gracia, cerca del Señor? ¿Me comunico con Él en la oración, en la recepción de los sacramentos y en el servicio a «los más pequeños» de los hermanos y hermanas de Cristo que tienen hambre, sed, que están desnudos o en la cárcel? ¿O me encuentro en el camino de la espantosa soledad del infierno debido a mi egocentrismo y a mi negativa a guardar los mandamientos de Dios y a vivir como él me dirige?
Creemos que Cristo murió por nuestros pecados, que descendió al infierno para liberarnos del poder de la muerte y “abrirnos las puertas.” Creemos que resucitó al tercer día y ascendió al cielo donde ahora está sentado a la derecha del Padre. Afirmamos que Cristo volverá al final de los tiempos para juzgar a los vivos y a los muertos.
¿Acaso es esto algo espantoso, tener que rendir cuentas de cómo cada uno de nosotros ha usado (o abusado) de los dones que Dios nos ha dado? No tiene por qué serlo. El amor de Dios ha transformado la muerte. Su perdón se da libremente, y su gracia siempre está disponible para ayudarnos a vivir mejor en comunión con Jesucristo y todos los santos.
La espantosa soledad del infierno puede ser evitada por el poder de la gracia de Dios, y la alegría del cielo puede ser nuestra si nos encomendamos a Él. “Por consiguiente, también vosotros debéis pensar que estáis muertos al pecado y que vivís para Dios en Cristo Jesús,” como dice san Pablo.
Oremos por la gracia de vivir en Cristo para que experimentemos la alegría de su presencia, ahora y en la vida futura. †