Cristo, la piedra angular
Entregarlo todo en favor del reino de Dios
“El reino de los cielos es como un tesoro escondido en un campo. Cuando un hombre lo descubrió, lo volvió a esconder, y lleno de alegría fue y vendió todo lo que tenía y compró ese campo” (Mt 13:44).
¿Ha escuchado la expresión “rendirse para ganar?” Para aquellos de nosotros a quienes nos han enseñado a luchar por lo que queremos, este dicho resulta contradictorio ya que sugiere una actitud de pasividad que no encaja bien en situaciones competitivas. Y, sin embargo, en muchas áreas de la vida, incluida la vida espiritual, rendirse es exactamente lo que hace falta si queremos conseguir lo que buscamos.
Los Evangelios están llenos de ejemplos de la vida y la enseñanza de Jesús de situaciones que exigen rendirse y sacrificar nuestra voluntad y nuestro aparente egoísmo en aras de un bien mayor.
La lectura del Evangelio de este fin de semana (Mt 13:44-52), el 17.º del tiempo ordinario, resulta un buen ejemplo.
Mediante parábolas, Jesús describe el reino de los cielos como algo tan valioso que vale la pena dejarlo todo por él. Ya sea que el ejemplo se refiera a un tesoro enterrado en un campo, una perla de valor inestimable o una red lanzada al mar que recoge una sobreabundancia de peces de todo tipo (tanto buenos como malos), el mensaje es que debemos estar dispuestos a sacrificar nuestra propia comodidad y seguridad para “ganar” el premio que ilustran las parábolas de Jesús.
¿Qué es esta “perla de gran valor” que Jesús compara con el reino de los cielos? ¿Por qué es algo que exige que vendamos todo lo que tenemos (rendirnos) para ganarlo?
Jesús habla en parábolas en lugar de darnos “una respuesta directa” porque malinterpretamos fácilmente el significado de las palabras “cielo” y “reino.” Al igual que los discípulos de Jesús, y de hecho el pueblo de Israel en el momento que se representa en la primera lectura del Primer Libro de los Reyes, pensamos en términos prácticos (a menudo superficiales).
El “cielo” debe ser un concepto geográfico, un lugar, y “reino” debe describir una realidad política como la que Salomón heredó de su padre, David.
Pero nuestras interpretaciones literales no captan ese mensaje. El propósito del Evangelio, y de la Sagrada Escritura en su conjunto, es develarnos un gran secreto: Dios está con nosotros. Es el tesoro enterrado en un campo, la perla de gran precio y la abrumadora abundancia de peces atrapados en una red lanzada al mar. Este Dios que anhelamos y buscamos, y que con demasiada frecuencia nos cuesta entender, está “en medio de nosotros,” justo delante de nuestras caras, más cerca de nosotros que nosotros mismos. Todo lo que tenemos que hacer es entregarnos (rendirnos) y dejar que Dios entre en nuestras vidas.
Esto es lo que pide Salomón en la primera lectura del domingo: Sabiduría y un corazón comprensivo en lugar de una larga vida, riquezas o victoria sobre sus enemigos (1 Reyes 3:5, 7-12). Con estos dones espirituales de sabiduría y compasión, sostenidos por la gracia de Dios, tenemos todo lo que necesitamos para rendirnos y ganar las batallas de la vida.
Nuestra cultura nos enseña lo contrario: se nos dice que nunca bajemos la guardia, que siempre ganemos la ventaja y que ganemos a toda costa. El resultado de esta actitud de supervivencia del más apto es, muy a menudo, la violencia, la agresión, la desigualdad y, al final, la profunda infelicidad en todas partes. El camino de Jesús es diferente, y conduce en última instancia a una forma de vida mucho mejor, al “reino de Dios” que trae amor, justicia, realización y paz.
El reino de los cielos no es un lugar ni un programa político o una iniciativa humana. Es un regalo del Dios que siempre está cerca de nosotros, y que quiere que renunciemos a nuestros propios planes y deseos egocéntricos para ganar algo mucho más valioso que cualquier cosa que podamos ganar o conquistar por nuestros propios esfuerzos. Dios quiere que nos entreguemos para ganar su gran regalo de amor.
La alternativa, nos dice Jesús, no es fácil de contemplar. “Así será al fin del mundo. Vendrán los ángeles y apartarán de los justos a los malvados, y los arrojarán al horno encendido, donde habrá llanto y crujir de dientes” (Mt 13:49-50). Si queremos evitar separarnos de Dios y de los demás para toda la eternidad, que es el estado de existencia después de la muerte que la parábola ilustra con la imagen del horno de fuego, debemos renunciar a todo a cambio del amor de Dios.
Recemos para recibir la gracia de poder entregarnos. Ganemos el premio que nos corresponde ahora y en el mundo venidero. †