Cristo, la piedra angular
La Asunción de María nos recuerda que Dios ha hecho grandes obras
Mañana 15 de agosto celebramos la Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen. La infalible enseñanza sobre la asunción de María al cielo fue promulgada por el papa Pío XII hace tan solo 70 años, en 1950, pero la creencia de nuestra Iglesia de que María fue llevada al cielo, en cuerpo y alma, está íntimamente relacionada con la reverencia mostrada a María desde los primeros días de la historia cristiana.
Los cristianos creemos que la muerte es una consecuencia del pecado. El pecado original, la traición de Adán y Eva en el jardín, dio lugar a la muerte tal como cada uno de nosotros la debe sufrir. Nuestra vida en la Tierra termina, y nuestros cuerpos sin vida se descomponen y vuelven al polvo. Sin embargo, la resurrección de Jesús nos asegura que nosotros también resucitaremos en el último día, y, por la gracia de Dios, en ese día nuestras almas se reunirán con nuestros cuerpos para siempre.
Aunque no sabemos qué forma tomarán nuestros cuerpos resucitados, los relatos de las apariciones de Jesús a sus discípulos después de su resurrección, y antes de que ascendiera al cielo, nos dan algunas pistas.
El Jesús resucitado era el mismo pero diferente. María Magdalena y los discípulos en el camino a Emaús, por ejemplo, no lo reconocieron al principio. No estaba atado a las leyes de la física porque era capaz de pasar a través de puertas cerradas. Sin embargo, no era un fantasma. Preparó el desayuno y comió con los discípulos, y permitió que el apóstol Tomás tocara las heridas de sus manos y su costado.
No sabemos qué pasará o cómo seremos en el último día, pero sí sabemos que ninguno de nosotros escapará de la corrupción del pecado y la muerte. Cada uno de nosotros debe morir, y nuestros cuerpos deben ser devueltos a la tierra.
Providencialmente, una de las grandes bendiciones de nuestra fe católica es nuestra creencia en la comunión de los santos y nuestra vida con Dios después de la muerte. Tal como nos dice san Pablo en la segunda lectura de esta gran solemnidad (1 Cor 15:20-27) “Y el último enemigo que será abolido es la muerte” (1 Cor 15:26). Una vez que Cristo haya destruido los últimos vestigios de pecado y muerte, todos resucitaremos, nuestros cuerpos y almas reunidos para toda la eternidad.
Pero lo que es cierto para nosotros, hombres y mujeres pecadores, no puede ser el caso de María, que es la única entre nosotros que no tiene pecado.
Tal como el papa Pío XII declaró oficialmente en su constitución apostólica de 1950 “Munificentissimus Deus” (“Dios munificentísimo”), María, que nunca llevó la carga del pecado original y que, por lo tanto, nunca dejó de hacer la voluntad de Dios, no estaba sujeta a “la ley de permanecer en la corrupción de la tumba” (#5). No tuvo que esperar hasta el final de los tiempos para obtener la redención de su cuerpo.” Esto es realmente un misterio que no podemos comprender plenamente, pero cuando reflexionamos sobre esta enseñanza, nos da algunas ideas importantes sobre lo que los cristianos creemos acerca de la vida, la muerte y el mundo venidero.
Primero, creemos que la vida es un precioso regalo de Dios. No nos ganamos este regalo, ni tampoco lo controlamos. Todas las cosas vivas vienen de Dios y le pertenecen únicamente a Él. No somos más que los administradores de confianza de aquello que un Dios generoso y amoroso nos ha dado.
En segundo lugar, sabemos por experiencia dolorosa que nuestra incapacidad, nuestro rechazo a vivir como Dios quiere que vivamos tiene consecuencias mortales. La caída en desgracia de la humanidad fue un hecho letal e irreversible (por nuestros propios medios). No hay nada que podamos hacer nosotros mismos para evitar que la muerte nos devore en un agujero negro de vacío.
Tercero, creemos que la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte nos ha redimido del carácter definitivo del pecado y la muerte, haciendo posible una nueva vida en y a través de él. Aunque no entendemos completamente este misterio, lo creemos. María es nuestro testigo. Su regreso al cielo, sin sufrir la corrupción de la muerte tal como la conocemos, es un signo de esperanza para todos nosotros.
Unida a Cristo su Hijo en el cielo, María sigue cantando en el Evangelio de Lucas:
“Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha mirado la humilde condición de esta su sierva; pues he aquí, desde ahora en adelante todas las generaciones me tendrán por bienaventurada. Porque grandes cosas me ha hecho el Poderoso; y santo es su nombre” (Lc 1:46-49).
Creemos que, una vez que hayamos expiado nuestros pecados, se nos invitará a unirnos a María y a todos los santos del cielo para cantar para siempre este magnífico himno de alabanza a Dios nuestro Salvador. Agradezcamos a Dios por las grandes cosas que ha hecho por María, y por cada uno de nosotros, sus hijos. †