Cristo, la piedra angular
Somos responsables de las acciones de los demás
Una de las historias más antiguas de la Biblia es el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín:
“Caín dijo a su hermano Abel: ‘Vayamos al campo.’ Y aconteció que cuando estaban en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel y lo mató. Entonces el Señor dijo a Caín: ‘¿Dónde está tu hermano Abel?’ Y él respondió: ‘No sé. ¿Soy yo acaso guardián de mi hermano?’ Y el Señor le dijo: ‘¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a Mí desde la tierra’ ” (Gn 4:8-10).
La pregunta que Caín se hace cuando se enfrenta a Dios es: “¿Soy responsable de mi hermano?” Y es una buena pregunta que todos nos hacemos a menudo: ¿Qué responsabilidad tengo yo con respecto a la vida o el comportamiento de los demás: parientes cercanos, amigos y vecinos, compatriotas, incluso extraños? La respuesta es una paradoja: Somos responsables, pero no podemos controlar las acciones de los demás.
Las lecturas de este fin de semana, el vigésimo tercer domingo del tiempo ordinario, exploran esta paradoja. La primera lectura del libro del profeta Ezequiel (Ez 33:7-9) nos dice en términos inequívocos que Dios nos hará responsables de la muerte de alguien a quien no hemos advertido de su pecaminosidad.
En otras palabras, tenemos el deber de hablar cuando vemos que alguien más hace algo malo o injusto. Tal vez prefiramos no involucrarnos, mirar hacia otro lado, pero Dios quiere que nos preocupemos por los demás y que adoptemos una postura cuando veamos que se produce una injusticia o inmoralidad.
El papa Francisco advierte frecuentemente contra “el pecado de la indiferencia.” Cuando no nos involucramos en la vida de los demás, cometemos este grave pecado de omisión, y con nuestro silencio agravamos el mal que hacen los demás.
La lectura del Evangelio de este domingo (Mt 18:15-20) también nos insta a aceptar la responsabilidad de los pecados de los demás: “Si tu hermano peca, ve y repréndelo a solas; si te escucha, has ganado a tu hermano” (Mt 18:15). Una vez más, estamos tentados a evitar la confrontación, a alimentar el rencor o, peor aún, a buscar la venganza. Sin embargo, Jesús nos instruye a tratar el problema personalmente y a aceptar la responsabilidad de ayudar a un hermano a reconocer sus errores y cambiar su comportamiento.
San Pablo ilustra esta idea de una manera breve pero contundente: “No deban a nadie nada, sino el amarse unos a otros. Porque el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley. Porque esto: ‘No cometerás adulterio, no matarás, no hurtarás, no codiciarás,’ y cualquier otro mandamiento, en estas palabras se resume: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ El amor no hace mal[h] al prójimo. Por tanto, el amor es el cumplimiento de la ley” (Rom 13:8-10).
No podemos amar al prójimo como a nosotros mismos a menos que nos involucremos, no tratando de controlar el comportamiento de alguien más, sino diciendo la verdad con amor. No podemos ser gente buena, generosa y cariñosa a menos que aceptemos alguna responsabilidad por lo que sucede a nuestro alrededor, en nuestras familias, nuestros vecindarios, nuestro país y nuestra Iglesia.
¿Somos responsables de las actitudes y acciones racistas, homofóbicas o antinmigrantes de los demás? Sí, si guardamos silencio y no hacemos nada. ¿Somos culpables cuando se cometen injusticias contra personas pobres y vulnerables? Sí, si permanecemos indiferentes. ¿Acaso observamos los mandamientos y seguimos las leyes de Dios cuando sencillamente nos ocupamos de nuestros propios asuntos? No. El amor es el cumplimiento de la ley, y el amor requiere que sacrifiquemos nuestra propia comodidad e interés propio para aceptar la responsabilidad de los pecados de los demás.
Cuando celebramos la misa, confesamos nuestros pecados, incluyendo los de omisión, durante el rito penitencial. Juntos, como mujeres y hombres que aceptan la responsabilidad del otro, rezamos:
“Yo confieso ante Dios todopoderoso y ante ustedes hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión.”
Y le pedimos a María, a todos los santos, y a todos los que están presentes con nosotros que intercedan por nosotros ante el Señor nuestro Dios.
Tenemos el modelo perfecto de aceptación amorosa en Cristo, que tomó la responsabilidad de nuestros pecados, aunque él mismo estaba libre de pecado. El hijo de Dios no tenía que involucrarse en la vida de los descendientes de Adán y Eva y, sin embargo, lo hizo.
Sufrió y murió por nuestros pecados, mostrándonos que cuando nos involucramos en la vida de los demás, sin tratar de controlar el comportamiento de nadie, cumplimos la ley de Dios y amamos verdaderamente a Dios y a nuestro prójimo. †