Cristo, la piedra angular
Demos gracias a Dios que da generosamente a todos
“Estos que fueron los últimos en ser contratados trabajaron una sola hora—dijeron—, y usted los ha tratado como a nosotros que hemos soportado el peso del trabajo y el calor del día.” Pero [el hacendado] le contestó a uno de ellos: “Amigo, no estoy cometiendo ninguna injusticia contigo. ¿Acaso no aceptaste trabajar por esa paga?” (Mt 20:12,15)
La lectura del Evangelio de este domingo es una parábola familiar, pero desconcertante (Mt 20:1-16). Un hacendado contrata jornaleros a diferentes horas desde la mañana hasta la tarde. Al final del día, cada trabajador recibe el mismo salario independientemente del número de horas trabajadas.
La mayoría de nosotros tendería a simpatizar con los que trabajaron más horas quienes se quejan de que el terrateniente ha sido injusto. ¿Por qué los que únicamente trabajaron un par de horas reciben la misma paga que los que trabajaron todo el día?
El primer principio de la doctrina social católica es el respeto de la dignidad de cada persona humana, independientemente de su raza, sexo, nacionalidad, situación económica o social, nivel de educación, afiliación política u orientación sexual, puesto que todos hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. La lectura del Evangelio de este domingo afirma este principio. Nuestra dignidad humana, y nuestra igualdad, no se ganan, heredan o se nos otorgan por nuestra raza o posición social. Todos somos iguales y merecemos respeto porque todos somos miembros de la familia de Dios. Sin importar cuán diferentes parezcamos ser unos de otros, todos somos uno en Cristo.
La parábola del hacendado generoso expone nuestros prejuicios contra los que son diferentes a nosotros o que parecen recibir un trato preferencial. Revela las formas en que la envidia, o los celos, pueden distorsionar nuestro pensamiento y nuestras emociones. Decir que todos somos iguales no significa que todos lo seamos. De hecho, como nos recuerda san Pablo, cada uno de nosotros ha recibido diferentes dones pero el mismo Espíritu (1 Cor 12:4).
Algunos son más inteligentes, atléticos, artísticos, compasivos o hábiles en diversas actividades que otros. Algunos parecen ser como el rey Midas cuando se trata de acumular riqueza, mientras que otros trabajan arduamente pero tienen dificultades para llegar a fin de mes. Algunos se muestran amables y generosas mientras que otros tienden a ser amargados o malhumorados.
La mayoría de nosotros tiende a sentir envidia cuando vemos a alguien que tiene talentos o posesiones que nosotros no tenemos. Incluso podemos estar tentados de acusar a Dios de ser injusto. ¿Por qué mi vecino tiene todo en bandeja de plata, mientras yo lucho por ganarme la vida? ¿Por qué un grupo de personas (extranjeros) deben recibir los beneficios ganados mediante el trabajo arduo y los sacrificios de nuestra propia gente?
La respuesta de Dios es la misma que la del hacendado: “No estoy cometiendo ninguna injusticia contigo” (Mt 20:15) Olvidamos que todo lo que tenemos—todas nuestras posesiones espirituales y materiales—nos viene como un regalo de Dios. Nuestra única respuesta apropiada a la generosidad de Dios (hacia nosotros y hacia los demás) es la gratitud.
Como el papa Francisco nos recuerda, podemos plantar semillas, cultivar la tierra y desyerbar nuestros jardines, pero solamente Dios puede hacer que todo crezca. Toda la vida es un regalo de Dios que no nos ganamos y no merecemos; por lo tanto, no debemos quejarnos porque Dios es generoso. Deberíamos estar profundamente agradecidos.
¿Significa esto que debemos aceptar el trato desigual de nuestros hermanos y hermanas? Por supuesto que no. Precisamente porque todos somos uno en Cristo, se nos exige que aboguemos por la justicia y la equidad para todos, independientemente de quiénes sean, de dónde vengan o cómo se vean. Este es otro principio fundamental de la enseñanza social católica.
En nuestra carta pastoral publicada en marzo de 2015, titulada “Pobreza en la Encrucijada: la respuesta de la Iglesia ante la pobreza en Indiana,” los obispos de Indiana escribimos: “El trabajo es más que una simple forma de ganarse la vida; es la participación continua en la creación de Dios. Si se ha de proteger la dignidad del trabajo, entonces también deben respetarse los derechos básicos de los trabajadores, entre los que se encuentran el derecho al trabajo productivo, a un salario decente y justo, a organizarse, a la propiedad privada y a la iniciativa económica.”
Si el terrateniente se hubiera negado a pagar a los que solamente trabajaban una hora, o si hubiera deducido sus salarios de los que recibían los demás, o si hubiera renegado del salario diario acordado, habría cometido una injusticia, y tendríamos razón de protestar por su injusticia. Pero el terrateniente en esta parábola está siendo generoso, no injusto ya que todos recibieron el salario justo acordado.
Recordemos que la insatisfacción con lo que tenemos, o con lo que somos, es lo que lleva a la codicia (el pecado del deseo desmedido) con respecto a las bendiciones materiales o espirituales del prójimo.
Agradezcamos a Dios toda su generosidad hacia nosotros, incluso mientras nos esforzamos por garantizar un trato justo e igualitario para todos. †