Cristo, la piedra angular
Cada santo tiene un pasado y cada pecador un futuro
“Un hombre tenía dos hijos, y llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, ve, trabaja hoy en la viña.’ Y él respondió: ‘/No quiero’; pero después, arrepentido, fue. Llegándose al otro, le dijo lo mismo; y este respondió: ‘Yo iré, señor’; pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?” (Mt 21:28-31).
Algunos de los santos más importantes de la historia cristiana fueron los que el Evangelio de este domingo (Mt 21:28-32) llama “recaudadores de impuestos y pecadores” y distaban mucho de ser personas perfectas. Sus antecedentes personales no eran motivo de orgullo y solo a través del amor y la misericordia de Dios pudieron hacer un cambio radical en su forma de vivir y seguir a Jesús.
San Mateo fue uno de estos pecadores arrepentidos. Era un recaudador de impuestos a quien Jesús llamó pues miró más allá de la reputación y el pasado pecaminoso de Mateo y confió en su capacidad para cambiar. La escena que describe en la lectura del Evangelio de este domingo resulta conocida: Un hombre les pide a sus dos hijos que trabajen en la viña. Uno dice que no, pero luego cambia de opinión y hace lo que su padre le pide. El otro hijo dice que sí inicialmente, pero luego no cumple su palabra.
El mensaje que Jesús transmite en esta “parábola de los dos hijos” es simple: Lo que hacemos es mucho más importante que lo que decimos. Jesús es un hombre paciente, pero tiene dificultades con los hipócritas, gente que dice una cosa (especialmente en público) pero luego no cumplen lo prometido.
Esta parábola está dirigida a los principales sacerdotes y ancianos del pueblo, líderes religiosos y comunitarios que deben ser hombres y mujeres de palabra. La crítica de Jesús es muy aguda: “En verdad les digo que los recaudadores de impuestos y las rameras entran en el reino de Dios antes que ustedes. Porque Juan vino a ustedes en camino de justicia y no le creyeron, pero los recaudadores de impuestos y las rameras le creyeron; y ustedes, viendo esto, ni siquiera se arrepintieron después para creerle” (Mt 21:31-32).
Las personas justas tienden a estar satisfechas consigo mismas. Quizá tengan buenas intenciones, pero no son autocríticos; ven la paja en el ojo ajeno, pero no se dan cuenta de la viga en su propio ojo (Mt 7:3). Los que reconocen su pecaminosidad (como los recaudadores de impuestos y las prostitutas de la parábola) no tienen que pasar mucho tiempo justificando su comportamiento. Como resultado, están más dispuestos a aceptar ayuda y a cambiar gradualmente su forma de actuar.
Para Jesús lo importante es la conversión, la voluntad de cambiar nuestras mentes y corazones para buscar y encontrar la verdad. Todos somos pecadores, pero siempre contamos con la gracia de Dios y cuando aceptamos el amor misericordioso con el que Dios nos envuelve, renacemos en el Espíritu. De hecho, cada vez que un pecador se encuentra con Jesús en el Evangelio, se transforma.
Todos somos hipócritas en mayor o menor grado. Ninguno vive exactamente como desearía ni cumple sus promesas de una manera infaliblemente perfecta. Únicamente Jesús, y su madre sin pecado, vivieron en completa conformidad con la voluntad del Padre. Para el resto de nosotros, siempre hay una brecha entre nuestras acciones y nuestras creencias y responsabilidades. Esta hipocresía innata es el efecto del Pecado Original, y la gracia de Cristo es la única cura.
En nuestra cultura, la frase “recaudadores de impuestos y pecadores” no transmite el mismo sentido de oprobio que en tiempos de Jesús. Tendríamos que pensar en los grupos de personas más atroces que podamos imaginar hoy en día (por ejemplo, racistas y delincuentes sexuales). ¿Y si Jesús nos dijera que estas personas socialmente inaceptables “entrarán en el reino de Dios antes que ustedes”? Ciertamente estaríamos sorprendidos, pero ¿sería suficiente para hacernos arrepentir y permitir que la gracia de Cristo entre en nuestros corazones?
La gran noticia es que el Dios del amor y la misericordia está listo y dispuesto a abrazarnos a todos los hijos pródigos como miembros de su familia. Lo único que tenemos que hacer es pedir la ayuda de Dios y luego estar dispuestos a aceptarla.
Cuando le decimos no a Dios, como siempre lo hacemos, pidamos la gracia de arrepentirnos y hacer Su voluntad. Y cuando digamos que sí, recemos para tener la fuerza para permanecer fieles a nuestras promesas.
Hay un viejo dicho que se aplica aquí: Cada santo tiene un pasado y cada pecador tiene un futuro. Recemos por la capacidad de reconocer y de confesar nuestra hipocresía, por el valor de pedir (y aceptar) la ayuda de Dios, y por los dones del Espíritu Santo que pueden sostenernos en una nueva forma de vida. †