Cristo, la piedra angular
Rezar por los muertos afirma nuestra creencia en la vida eterna
“Pero no queremos, hermanos, que ignoren acerca de los que duermen, para que no se entristezcan como lo hacen los demás que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también Dios traerá con Él a los que durmieron en Jesús” (1 Tes 4:13-14).
Hace solo cuatro días, el 2 de noviembre, la conmemoración de Todos los fieles difuntos (Día de Todas las Ánimas), rezamos por todos los que han muerto.
Los católicos siempre hemos creído en la importancia de rezar por los muertos. También creemos que los muertos rezan por nosotros, que interceden como abogados ante el trono de Dios.
Por supuesto, esto significa que creemos que hay una relación real que sigue existiendo entre los vivos y los muertos, y como todas las relaciones personales, creemos que nuestra conexión (comunión) con los que han partido de este mundo se nutre y fortalece por la comunicación personal, y a veces íntima.
Como cristianos, no creemos en formas falsas o superficiales de comunicación con los muertos (sesiones de espiritismo o vudú u otras formas de superstición). Nos comunicamos con los fallecidos a través de la oración.
Hace muchos años, cuando era profesor de teología, Joseph Ratzinger (el ahora retirado papa Benedicto XVI) escribió una serie de reflexiones eruditas sobre la muerte y la vida eterna. En una de ellas escribe: “La posibilidad de ayudar y dar no deja de existir a la muerte del cristiano. Más bien se extiende para abarcar toda la comunión de los santos, a ambos lados de los portales de la muerte.”
Si nos tomamos en serio esta afirmación, significa que tenemos el deber de rezar por los que han fallecido.
La oración siempre se dirige a Dios, pero los cristianos creemos que María y todos los santos pueden ayudarnos en nuestra comunicación con nuestro Padre celestial. Ellos intervienen por nosotros, independientemente de que se lo pidamos o no, pero también rezan con nosotros. Eso significa que nos acompañan en nuestros viajes espirituales individuales y, si se lo permitimos, pueden y se comunican con nosotros a lo largo del camino.
Rezar con nuestros queridos difuntos no requiere muchas palabras. De hecho, la oración es más para escuchar que para hablar; cuando rezamos, nos ponemos en las manos de Dios, abrimos nuestros corazones a Él, prestamos atención para escuchar Sus palabras y buscamos hacer Su voluntad.
Lo mismo hacemos al rezar con María y los santos (y todos los que han muerto). Se trata de estar abiertos y ser receptivos a lo que Dios nos dice a través de ellos. Y significa compartir nuestras esperanzas y temores más profundos, nuestras alegrías y nuestras penas, nuestras frustraciones en la vida diaria, y nuestro deseo de ser mejores personas y crecer en santidad como discípulos de Jesucristo.
El papa san Juan Pablo II dijo en una ocasión que “la contemplación de las vidas de aquellos que han seguido a Cristo nos anima a llevar una vida cristiana buena y recta para que podamos prepararnos cada día para la vida eterna.”
Manteniendo el contacto con nuestros seres queridos fallecidos, especialmente con aquellos que el papa Francisco denomina “santos de a pie” participamos activamente en la Comunión de los Santos, que incluye a todos aquellos cuyas vidas reflejan su anhelo por la alegría celestial.
Hablar con los difuntos no implica que estamos volviéndonos locos o intentando escapar de la realidad. Creemos que la muerte no es el fin de la vida ni la disolución de nuestra personalidad individual. Seguimos el ejemplo de los relatos sobre Jesús Resucitado en el Nuevo Testamento.
Los evangelistas fueron muy claros en sus representaciones del Señor después de su muerte y resurrección. Nos dicen que no era exactamente el mismo, que aparecía y desaparecía, que atravesaba puertas cerradas y que incluso sus amigos más cercanos y discípulos a veces no lo reconocieron.
Pero Cristo resucitado no era un fantasma sino un se real. Le ofreció a Tomás que le tocara las heridas; cocinó y desayunó. Pero lo más importante es que se comunicó con los Apóstoles para animarlos (y desafiarlos) a ser fieles a su vocación de discípulos misioneros.
El Señor ha prometido que aquellos que sean fieles gozarán de la felicidad eterna con Dios y todos los santos. Él cumple sus promesas y nos insta a permanecer cerca de todos los fieles difuntos a través de nuestras oraciones. Nos mantenemos cerca de quienes se han marchado antes que nosotros a través de la comunión especial que compartimos con ellos en el altar cuando celebramos la misa.
Que por la misericordia de Dios las almas de todos los fieles que han partido descansen en paz, y que recen por nosotros siempre, al igual que nosotros prometemos rezar por ellos, hasta que todos estemos unidos a Cristo en nuestro hogar celestial en el Día Final. †