Cristo, la piedra angular
Gracias al ‘sí’ de María la encarnación de Jesús es una realidad
“Yo soy la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38).
La temporada de Adviento llega a su perfección en la historia de la aceptación de María de la voluntad de Dios para ella. A pesar de su vacilación, esta humilde joven acepta convertirse en la theotókos, la madre de Dios. Con esta singular responsabilidad, acepta tanto la más profunda de las penas como la mayor alegría jamás conocida por un ser humano.
El cuarto domingo de Adviento, que celebramos este fin de semana, cuenta la historia familiar del encuentro de María con el ángel Gabriel. El Evangelio según san Lucas (Lc 1:26-38) recuerda la pregunta sencilla y directa de María “¿Cómo será esto, puesto que soy virgen?” (Lc 1:34).
“El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo Niño que nacerá será llamado Hijo de Dios” (Lc 1:35).
El “sí” libremente dado por María a la invitación que recibió del mensajero de Dios hizo realidad el gran misterio que conocemos como la encarnación. La segunda persona de la Santísima Trinidad, el único Hijo de Dios Padre, se convirtió en uno de nosotros por el poder del Espíritu Santo y se nutrió en el vientre de María hasta el momento de su milagroso nacimiento en Belén. “Y el Verbo se hizo carne,” nos dice el Evangelio según san Juan (Jn 1:14), “y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14).
La segunda lectura de la Carta de san Pablo a los romanos (Rom 16:25-27), llama la encarnación un “misterio que se ha mantenido oculto desde tiempos eternos pero que ha sido manifestado ahora y que, por medio de las Escrituras proféticas se ha dado a conocer a todas las naciones para la obediencia de la fe al único sabio Dios, sea la gloria mediante Jesucristo para siempre” (Rom 16:25-27).
El misterio de la cercanía de Dios a nosotros se manifiesta a todas las naciones, sobre todo a través de la vida, la muerte y la resurrección del hijo de María, Jesús. El ángel le dice a María: “Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1:32-33).
La primera lectura del segundo Libro de Samuel (2 Sm 7:1-5; 8-12; 14; 16) contiene la profecía de que un descendiente del Rey David establecerá un día un reinado que perdurará para siempre. Los cristianos creemos que el hijo de María, Jesús, es el que predijeron los profetas. Y en el salmo responsorial del cuarto domingo de Adviento (Sal 89), cantamos:
“Yo he hecho un pacto con mi escogido, he jurado a David mi siervo: Estableceré tu descendencia para siempre, y edificaré tu trono por todas las generaciones” (Sal 89:3-4).
Los cristianos creemos que gracias al “sí” de María se cumplió todo lo prometido. El Espíritu Santo planta la semilla divina en el vientre de María, y ella concibe al niño que “será llamado Hijo de Dios” (Lc 1:35). Por lo tanto, el misterio que se ha mantenido en secreto durante mucho tiempo—que una virgen concebiría y daría a luz a un niño quien, por sí solo podría salvar a su pueblo de todos sus pecados—se materializa cuando María dice, “Yo soy la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38).
La colecta de este domingo expresa bellamente la forma en que nos sentimos al concluir esta época especial del año y esperamos con ansias la Navidad:
Derrama tu gracia en nuestros corazones, te lo suplicamos, Señor,
para que nosotros, a quienes la Encarnación de Cristo tu Hijo se dio a conocer por el mensaje de un ángel,
por su Pasión y su Cruz seamos llevados a la gloria de su Resurrección.
Que vive y reina contigo en la unidad
del Espíritu Santo, un Dios, por los siglos de los siglos.
Tenemos una enorme deuda de gratitud con María de Nazaret, cuya humildad y simplicidad hicieron que se cumpliera el anhelo de la humanidad hace 2,000 años. Y como el Adviento espera la Segunda Venida de este mismo Dios encarnado, miramos con razón a María para que nos ayude a prepararnos para el regreso de su hijo en la gloria.
Al concluir este tiempo de preparación, recemos para que el ejemplo de María nos inspire a ser receptivos a la voluntad de Dios para nosotros. Que siempre digamos “sí” a los mensajeros de Dios que nos hablan en la oración, en la Sagrada Escritura y en nuestros encuentros con todo el pueblo de Dios. Y que el único hijo de Dios, el hijo de María, venga a nuestros corazones esta Navidad con abundantes regalos de perdón, paz y alegría. †