Cristo, la piedra angular
La resurrección de Jesús calma nuestros corazones atribulados
“Así está escrito, y así era necesario, que el Cristo padeciera y resucitara de los muertos al tercer día, y que en su nombre se predicara el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando por Jerusalén”
(Lc 24:46-47).
La lectura del Evangelio del tercer domingo de Pascua (Lc 24:35-48) muestra cómo Jesús se desvivió por convencer a sus atemorizados discípulos de que no es un fantasma. Sí, su cuerpo es diferente después de la resurrección. Aparece y desaparece sin las limitaciones ordinarias del espacio y el tiempo, y ni siquiera los que estaban cerca de él lo reconocían siempre, como María Magdalena, que lo confundió con un jardinero, y los dos discípulos de Emaús, que pensaron que era un extraño.
Esos mismos dos discípulos estaban contando a los demás cómo su corazón saltó de alegría “al reconocerle al partir el pan” (Lc 24:35) cuando Jesús interrumpió su relato, poniéndose de repente en medio de ellos y diciendo “La paz esté con ustedes” (Lc 24:36).
La visión de Jesús infundió terror en los corazones de los discípulos poque pensaban que era un fantasma o una espantosa aparición del inframundo. Jesús los tranquilizó de inmediato:
“ ‘¿Por qué se asustan? ¿Por qué dan cabida a esos pensamientos en su corazón? ¡Miren mis manos y mis pies! ¡Soy yo! Tóquenme y véanme: un espíritu no tiene carne ni huesos, como pueden ver que los tengo yo.’ Y al decir esto, les mostró las manos y los pies. Y como ellos, por el gozo y la sorpresa que tenían, no le creían, Jesús les dijo: ‘¿Tienen aquí algo de comer?’ Entonces ellos le dieron parte de un pescado asado, y él lo tomó y se lo comió delante de ellos” (Lc 24:38-43).
Los fantasmas no tienen carne ni huesos, ni tampoco comen pescado asado. Jesús quiere que los discípulos lo reconozcan como
un ser humano pleno porque, una vez que reciban el don del Espíritu Santo, serán los encargados de proclamar la humanidad de Cristo resucitado “a todas las naciones” (Lc 24:47). Deben ser testigos del milagro de nuestra redención. Para tener éxito en esta gran tarea misionera, deben verlo, tocarlo y partir el pan con él.
En la primera lectura de este tercer domingo de Pascua de los Hechos de los Apóstoles (He 3:13-15,17-19), san Pedro nos amonesta diciendo:
“Fue así como mataron al Autor de la vida, a quien Dios resucitó de los muertos. De eso nosotros somos testigos. Hermanos, yo sé que tanto ustedes como sus gobernantes lo negaron por ignorancia, pero Dios cumplió de esta manera lo que ya había anunciado por medio de todos sus profetas, es decir, que su Cristo tenía que padecer” (He 3:15, 17-18).
Toda la humanidad comparte la culpa de los que crucificaron a Jesús, pero la misericordia de Dios, anunciada por todos los profetas, ha transformado nuestra debilidad y nuestro pecado. La pasión, muerte y resurrección de Jesús nos ha redimido y liberado. La alegría que experimentamos durante este tiempo de Pascua es abrumadora, y nos vemos obligados a compartir nuestro entusiasmo como hicieron los dos discípulos que se encontraron con Cristo resucitado en el camino de Emaús.
La segunda lectura de la Primera Carta de Juan (1 Jn 2:1-5) nos asegura que Jesús es nuestro intercesor ante el Padre. “Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo” (1 Jn 2:2).
Este mismo Jesús que nos asegura que no es un fantasma, que es de carne y hueso como nosotros, se presenta ante su Padre celestial, el juez supremo, y defiende nuestra causa. No solamente eso, sino que se ofrece como “expiación,” lo que significa “el acto de reparar o enmendar la culpa o la mala acción; la expiación de los pecados de otros.” Aunque seguimos siendo responsables de nuestros pecados, Jesús ha sufrido y ha muerto por nosotros. Él ha hecho posible que evitemos las consecuencias fatales del pecado y de la muerte al unirnos a él como miembros de su Cuerpo, la Iglesia.
Mientras continuamos nuestra alegre celebración del misterio de la Pascua, pidamos la gracia de encontrar a Jesús tal como es: verdaderamente Dios y verdaderamente uno de nosotros. Quizá que no lo reconozcamos al principio, pero nos ha asegurado que está presente entre nosotros, especialmente en nuestros hermanos y hermanas pobres, vulnerables o que viven al margen de la sociedad.
Como discípulos misioneros, tenemos el privilegio y la enorme responsabilidad de compartir nuestra alegría con todos, empezando por los más cercanos. Recemos también para que podamos cumplir nuestra obligación de ser discípulos misioneros que den testimonio a todas las naciones. †