Cristo, la piedra angular
San Pedro y san Pablo son los pilares del ministerio apostólico
“Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del reino de la muerte no prevalecerán contra ella” (Mt 16:18).
“Yo, por mi parte, ya estoy a punto de ser ofrecido como un sacrificio, y el tiempo de mi partida ha llegado. He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe” (2 Tm 4:6-7).
El próximo martes, 29 de junio, honraremos a dos santos que son pilares del ministerio apostólico de nuestra Iglesia. San Pedro representa la roca que da estabilidad y orden a todo lo que hacemos como seguidores de Jesús. San Pablo representa nuestro impulso hacia adelante como discípulos misioneros que se esfuerzan por “pelear la buena batalla, terminar la carrera y mantenerse en la fe.”
Juntos, Pedro y Pablo reflejan el principio del “tanto y el como” que define buena parte de la enseñanza y la práctica de nuestra Iglesia. Como estos dos grandes santos, nuestra Iglesia es tanto inamovible como una roca cuando se trata de verdades esenciales, como una fuerza dinámica e irresistible cuando se trata de proclamar la alegría del Evangelio a todas las naciones y pueblos.
Es comprensible que tomemos como modelo a estos grandes santos para que nos guíen en nuestros esfuerzos por llevar a cabo “la gran labor” que nos dio Jesús antes de ascender al cielo y de enviar al Espíritu Santo para que nos capacite como discípulos misioneros.
Como nos recuerda con frecuencia el papa Francisco, tenemos que salir de nuestra comodidad para ser el rostro de Jesús para los demás, especialmente para los que están “en la periferia.” Esto significa que debemos ser tan audaces como san Pedro y tan implacables como san Pablo en nuestro compromiso de compartir nuestra fe con todos.
En la lectura del Evangelio de la solemnidad de san Pedro y san Pablo (Mt 16:13-19), Jesús pregunta:“—¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?” (Mt 16:13) Los discípulos se dudan: unos dicen que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas.“—Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mt 16:15), pregunta Jesús. Pedro es quien afirma con valentía:“—Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:16).
Sabemos que Pedro es humano, y que dudará y fracasará cuando sea puesto a prueba el Viernes Santo, pero con la gracia del Espíritu Santo a la larga sigue siendo fiel, la roca que Jesús espera que sea y el pastor que apacienta a los corderos confiados a su cuidado.
En la segunda lectura (2 Tm 4:6-8,17-18), san Pablo reconoce que su éxito en el anuncio del Evangelio se debe enteramente a la gracia de Dios. Se lo dice a Timoteo (y a nosotros):
“Pero el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que por medio de mí se llevara a cabo la predicación del mensaje y lo oyeran todos los paganos. Y fui librado de la boca del león. El Señor me librará de todo mal y me preservará para su reino celestial. A él sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén” (2 Tm 4:17-18).
La energía implacable de Pablo y su persistencia frente a todos los obstáculos no provienen de él mismo, sino del Señor, que lo “rescató” y lo llevó a salvo al reino celestial de Dios. Pablo también es humano, pero sus debilidades son superadas por el Señor que está a su lado y le da fuerza.
En la solemnidad de san Pedro y san Pablo, rezaremos para que el mismo Espíritu Santo que dio valentía a san Pedro y perseverancia a san Pablo, capacite a todos los cristianos bautizados para ser audaces y enérgicos como “evangelizadores llenos del espíritu.” Rezamos especialmente por nuestro Santo Padre, el papa Francisco, sucesor de san Pedro, y por todos los clérigos, religiosos y líderes laicos que han aceptado la responsabilidad del trabajo misionero, aquí en casa y en tierras extranjeras. Que estos dos pilares del ministerio apostólico de la Iglesia sirvan de inspiración y ejemplo para todos los líderes pastorales y todos los evangelizadores de la Iglesia universal.
Según la tradición, tanto Pedro como Pablo terminaron su ministerio en Roma alrededor del año 64. Pedro fue crucificado de cabeza, y Pablo fue decapitado. Ambos dieron todo lo que tenían por amor a Jesús y por fidelidad a sus mandatos: apacentar sus ovejas y proclamar su Buena Nueva.
Como rezaremos en la antífona de entrada de la solemnidad de san Pedro y san Pablo:
Estos son los que, viviendo en la carne, plantaron la Iglesia con su sangre; bebieron el cáliz del Señor y se convirtieron en amigos de Dios.
Recurramos a estos pilares del ministerio de nuestra Iglesia para que nos guíen, inspiren y pastoreen mientras luchamos por proclamar (con palabras y acciones): “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mt 16:16).
San Pedro y san Pablo, recen por nosotros. †