Cristo, la piedra angular
Santa Mónica y san Agustín venerados por su santidad
“Oh, Dios, que consolaste a los tristes y que misericordiosamente aceptaste las lágrimas maternales de santa Mónica por la conversión de su hijo Agustín, concédenos, por la intercesión de ambos, que lamentemos amargamente nuestros pecados y encontremos la gracia de tu perdón” (Colecta de la festividad de santa Mónica).
La fecha de publicación de esta columna es el viernes 27 de agosto, la festividad de santa Mónica. Mañana celebraremos la fiesta de san Agustín, hijo de Mónica y uno de los más grandes teólogos de la historia cristiana. Ambos son venerados por su santidad, su cercanía a Jesucristo nuestro Redentor.
De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica (n.o 27) “el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre.” Los seres humanos estamos destinados a buscar a Dios, a encontrarlo y a unirnos Él, tanto aquí en la Tierra como en nuestro hogar celestial.
La santidad es la calidad de nuestra unión con Dios, la señal de nuestra cercanía con Él. Los hombres y las mujeres santos están cerca de Dios; es por ello que los llamamos “santos,” que proviene de la palabra latina sanctus.
Todos estamos llamados a la santidad, a acercarnos a Dios, pero desafortunadamente la mayoría de nosotros nos alejamos de Él más de lo que quisiéramos. Es por esto que Cristo nos entrega los sacramentos, especialmente en la Eucaristía y el sacramento de la penitencia, para ayudarnos en nuestras batallas cotidianas, camino a la santidad. Estamos llamados a estar cerca de Dios, pero para muchos de nosotros la travesía es larga y difícil.
Santa Mónica es venerada por su persistente oración por su hijo Agustín por el cual rezó durante más de 15 años para que encontrara el camino hacia Cristo. Y aunque los padres nunca pueden determinar o controlar a su satisfacción las elecciones de sus hijos en la vida, las “lágrimas maternales” de Mónica fueron fundamentales para abrir la mente y el corazón de su hijo al milagro de la gracia de Dios.
La historia de la conversión de Agustín es ampliamente conocida: buscaba desesperadamente la verdad y, en el proceso, probó muchas filosofías y formas de vida diferentes. Luchó contra la castidad y tuvo un hijo sin estar casado. Sus acciones causaron un profundo dolor a su madre porque estaba claramente perdido, pero su conversión le brindó mucha alegría a Mónica.
Santa Mónica y san Agustín son modelos de santidad cristiana. El Concilio Vaticano II enseñó que todo bautizado seguidor de Jesucristo está llamado a ser santo. Como leemos en Lumen Gentium, capítulo 5, sobre la “Universal vocación a la santidad”:
“El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es iniciador y consumador: ‘Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto’ [Mt 5:48]. Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas [cf. Mt 12:30] y a amarse mutuamente como Cristo les amó” (#40).
No debemos dejarnos llevar por la llamada a ser “perfectos.” La historia de san Agustín muestra claramente que la perfección moral es el resultado deseado de vivir la vida cristiana, no un requisito previo. Como dice el dicho “todo santo tiene un pasado y todo pecador tiene un futuro.”
Todos estamos invitados, y desafiados, a avanzar en la santidad. Esto requiere tener la paciencia y la persistencia de santa Mónica. También exige que abramos nuestra mente y nuestro corazón a la voluntad de Dios para nosotros, como lo hizo san Agustín. A medida que buscamos a Dios, debemos estar dispuestos a aceptar el hecho de que cometeremos errores, pero también debemos decidirnos a aprender de ellos.
La santidad no es algo que nos resulte fácil ya que somos seres humanos ordinarios, cuya tendencia es ser egoístas y pecadores a consecuencia del pecado original. Pero la gracia y la misericordia de Dios son abundantes; lo único que debemos hacer es arrepentirnos, hacer a un lado nuestra necesidad de tener el control, y dejar que Dios nos transforme por el poder de su amor.
Pidamos la gracia de ser como Mónica y Agustín, cuyo deseo de santidad no solo transformó sus vidas, sino que ha inspirado a millones de personas a lo largo de los siglos. Unámonos a toda la Iglesia para elevar en oración las palabras de la colecta de la festividad de san Agustín:
“Renueva en tu Iglesia, te rogamos, Señor, el espíritu con el que dotaste a tu obispo san Agustín, para que, llenos del mismo espíritu, tengamos sed de ti, la única fuente de la verdadera sabiduría, y te busquemos, autor del amor
celestial.” †