Cristo, la piedra angular
El sacramento del bautismo nos trae una nueva vida en Cristo
En la lectura del Evangelio de la misa de esta domingo, en la que celebramos el Bautismo del Señor, se nos dice que ocurrió un gran milagro después de que Juan bautizara a Jesús. Según san Lucas:
“Yo los bautizo a ustedes con agua—les respondió Juan a todos—. Pero está por llegar uno más poderoso que yo, a quien ni siquiera merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego. Un día en que todos acudían a Juan para que los bautizara, Jesús fue bautizado también. Y mientras oraba, se abrió el cielo, y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma de paloma. Entonces se oyó una voz del cielo que decía: ‘Tú eres mi Hijo amado; estoy muy complacido contigo’ ” (Lc 3:16, 21-22).
El milagro es que Dios se nos aparece en una de las pocas manifestaciones de la Santísima Trinidad plasmadas en la Sagrada Escritura.
En el bautismo de Jesús, Dios se revela como el Padre amoroso, como el Hijo amado y como el Espíritu Santo (en forma de paloma) que es a la vez nuestro consuelo y un fuego abrasador. Jesús no necesitaba el bautismo ya que estaba libre de pecado y, por lo tanto, no precisaba de la limpieza de arrepentimiento que le administró Juan.
Lo que Jesús recibió cuando se sometió a este bautismo ritual fue la bendición de su padre y el poder del Espíritu Santo. A partir de ese momento, cuando Jesús hablaba y actuaba, cuando curaba, enseñaba o amonestaba a sus seguidores, lo hacía en plena conformidad con su Padre y el Espíritu Santo.
El sacramento del bautismo es la repetición de este milagro en la vida de cada cristiano que se entrega para renacer en Cristo. La Trinidad está presente cada vez que se recibe el sacramento del bautismo porque cada bautismo es una nueva creación, es morir al pecado y a la vida finita, y renacer en el Espíritu. Cada bautismo sacramental es una acción realizada por la Santísima Trinidad porque cada vez que una persona renace en Cristo por el poder del Espíritu Santo, Dios Padre se “complace” y se alegra con el Hijo y el Espíritu Santo en agradecimiento por esta nueva vida.
La primera lectura del profeta Isaías habla del Mesías, pero también se dirige al pueblo de Israel:
“Así dice el Señor:
Este es mi siervo, a quien sostengo,
mi escogido, en quien me deleito;
sobre él he puesto mi Espíritu,
y llevará justicia a las naciones.
No clamará, ni gritará,
ni alzará su voz por las calles.
No acabará de romper la caña quebrada,
ni apagará la mecha que apenas arde.
Con fidelidad hará justicia;
no vacilará ni se desanimará
hasta implantar la justicia en la tierra.
Las costas lejanas esperan su ley.
Yo, el Señor, te he llamado en justicia;
te he tomado de la mano.
Yo te formé, yo te constituí
como pacto para el pueblo,
como luz para las naciones,
para abrir los ojos de los ciegos,
para librar de la cárcel a los presos,
y del calabozo a los que habitan en tinieblas” (Is 42:1-4, 6-7).
Los cristianos creemos que estas palabras de la profecía se han cumplido en Cristo, pero también las leemos a la luz de las responsabilidades bautismales que cada uno de nosotros ha aceptado como discípulos misioneros de Jesucristo.
Cada cristiano bautizado está llamado a “implantar la justicia en la tierra,” y a “abrir los ojos de los ciegos, [a] abrir los ojos de los ciegos, [a] librar de la cárcel a los presos, y del calabozo a los que habitan en tinieblas.” Estamos llamados a “ser Cristo” para los demás, con humildad, ternura y misericordia.
El nuevo nacimiento que hemos recibido los cristianos bautizados es lo que san Pablo llama “el lavamiento de la regeneración y de la renovación por el Espíritu Santo” (Ti 3:5). Se nos ha concedido este don “no por nuestras propias obras de justicia, sino por su misericordia” (Ti 3:5). Hemos de ser instrumentos de “la bondad y el amor de Dios nuestro Salvador [...] para que, justificados por su gracia, llegáramos a ser herederos que abrigan la esperanza de recibir la vida eterna” (Ti 3:4, 7).
Al comenzar un nuevo año de gracia, seamos conscientes del gran don (y de la enorme responsabilidad) que nos ha otorgado el sacramento del bautismo. Recemos para que tengamos el valor de ser pacificadores, sanadores y testigos alegres del poder salvador de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos ha bendecido con una nueva vida en Cristo. Que seamos siempre fieles a nuestras promesas bautismales; que amemos a Dios y al prójimo como hijos amados de nuestro Padre celestial y que caminemos juntos en el sínodo siguiendo las huellas de Jesús y guiados por el Espíritu Santo.
¡Un bendecido Año Nuevo para todos! †