Cristo, la piedra angular
El renovado valor de Pedro nos llama a amar a Jesús más profundamente
Las lecturas de las Escrituras para el tercer domingo de Pascua nos muestran la notable transformación del apóstol san Pedro, quien pasó de ser un impetuoso—pero en definitiva desleal—seguidor de Jesús, a ser un audaz y valiente defensor del Señor resucitado.
Según leemos en los Hechos de los Apóstoles (He 5:27-32, 40b-41), Pedro responde al sumo sacerdote del Sanedrín, que ha ordenado a los discípulos de Jesús que no prediquen sobre él:
“¡Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres!—respondieron Pedro y los demás apóstoles—. El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un madero. Dios lo exaltó como Príncipe y Salvador, para que diera a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Nosotros somos testigos de estos acontecimientos, y también lo es el Espíritu Santo que Dios ha dado a quienes le obedecen” (He 5:29-32).
Cualquiera que esté familiarizado con los relatos de la Pasión que figuran en los Evangelios se preguntará con razón: “¿Es este el mismo Pedro que huyó cuando Jesús fue arrestado, y que luego negó tres veces que lo conocía?” ¿Qué le ocurrió? ¿Cómo se convirtió en el líder de un nuevo movimiento de testigos valientes “llenos de gozo por haber sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre [de Jesús]”? (He 5:41).
Pedro demostró que era un hombre nuevo cuando el Señor resucitado lo confrontó por su deslealtad y lo desafió a declarar su amor, tanto con sus palabras como con sus acciones.
La lectura del Evangelio del tercer domingo de Pascua (Jn 21:1-19) incluye el encuentro entre Jesús resucitado y Pedro, en el que el Señor le pregunta tres veces: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” (Jn 21:15). Cada vez, Pedro le responde: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero,” y Jesús le dice: “Apacienta mis corderos” (Jn 21:15). La declaración verbal de amor de Pedro debe ser confirmada por su atención pastoral al pueblo de Dios.
Después de recibir la tercera promesa de Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero” (Jn 21:17), cuenta san Juan que le dijo Jesús: “Apacienta mis ovejas. De veras te aseguro que cuando eras más joven te vestías tú mismo e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te vestirá y te llevará adonde no quieras ir” (Jn 21:17-18).
San Juan explica que Jesús dijo esto para significar el tipo de muerte que Pedro sufriría para glorificar a Dios. Entonces Jesús dijo a Pedro: “¡Sígueme!” (Jn 21:19).
La invitación a seguir a Jesús, que recibió san Pedro y cada uno de nosotros, implica necesariamente el sufrimiento y al menos alguna forma de martirio. Seguimos al Señor resucitado con la confianza de que nos conduce a la alegría de la vida eterna con él en el cielo.
Pero, como bien sabemos, el camino de la alegría requiere que nos neguemos a nosotros mismos, que tomemos nuestras cruces y que caminemos con Jesús (y con los demás) en un viaje lleno de penas, decepciones y dolor. Nos alegramos porque el Señor triunfa sobre el pecado y la muerte, pero, paradójicamente, también nos alegramos porque nos han considerado “dignos” de padecer dolor físico, emocional y espiritual en nombre de Jesús.
En la segunda lectura del tercer domingo de Pascua (Ap 5:11-14), el apóstol san Juan, prisionero en su vejez en la isla de Patmos, comparte con nosotros su visión de los últimos días de la vida en la Tierra:
“Y oí a cuanta criatura hay en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra y en el mar, a todos en la creación, que cantaban: ‘¡Al que está sentado en el trono y al Cordero, sean la alabanza y la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!’ Los cuatro seres vivientes exclamaron: ‘¡Amén!,” y los ancianos se postraron y adoraron” (Ap 5:13-14).
El objetivo final de nuestro camino sinodal como discípulos misioneros de Jesucristo es la unidad. En el Día Final, todo en el universo se unirá en alabanza a Dios; toda criatura adorará al Señor de la Vida, y todo signo de sufrimiento, todo mal, se transformará en un magnífico canto de alabanza.
Al igual que san Pedro se transforma al encontrarse con Jesús resucitado junto al Mar de Tiberio, todo en el universo creado—todo lo visible y lo invisible—se renovará en Cristo. Nos alegramos de que nosotros, que somos pecadores, seamos dignos de participar en esta gloriosa transformación de toda la creación de Dios al final de los tiempos.
En este tiempo de Pascua, declaremos nuestro amor a Jesús con nuestras palabras y acciones. Que podamos seguirlo mediante el sufrimiento y la humillación de la cruz hasta la paz, la esperanza y la alegría de la Vida Eterna. †