Cristo, la piedra angular
La Ascensión nos recuerda que debemos ser testigos de Cristo
“Sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios” (Lc 24:51-53).
Ayer, 26 de mayo, fue el jueves de la Ascensión, pero en nuestra Arquidiócesis, como en muchas otras, celebraremos esta solemne fiesta el domingo siguiente, el 29 de mayo. La razón principal por la que trasladamos esta solemnidad tan importante es para que la mayor cantidad de personas pueda observar esta fiesta sagrada en el calendario litúrgico y participe activamente en esta solemne celebración.
La ascensión del Señor al cielo es un artículo de fe. En el Credo de Nicea, profesamos nuestra firme creencia en Jesucristo, diciendo:
Y subió a los cielos
y está sentado a la derecha de, Padre Todopoderoso.
Y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos
y su reino no tendrá fin.
La Ascensión celebra el regreso del Señor al Padre, después de haber vivido entre nosotros como hombre, de haber sufrido inimaginablemente y de haber sido ejecutado en una cruz, para luego resucitar al tercer día victorioso sobre el pecado y la muerte.
La importancia de la Ascensión del Señor se describe en el Catecismo de la Iglesia Católica de la siguiente forma:
“El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: ‘Todavía [...] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios’ [Jn 20:17]. Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra” (#660).
Las semanas entre la resurrección de Jesús y su Ascensión fueron un tiempo de transición que utilizó nuestro Señor para demostrar a los que le amaban y creían en Él que no era un fantasma ni un producto de su imaginación. A pesar de que era claramente diferente a como era antes, comió con ellos, les permitió ver y tocar sus heridas, y de todas las formas imaginables les habló al corazón, mostrando que realmente estaba vivo y activo en su mundo, aquí y ahora.
De este modo, Jesús resucitado preparaba a sus discípulos para asumir su obra en el mundo. El catecismo se refiere a esto como “la última etapa” de su misión redentora.
“Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que ‘salió del Padre” puede “volver al Padre’: Cristo. ‘Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre’ ” (#661).
Jesús ha conquistado el pecado y ha vencido la muerte, pero para completar su obra, el mundo entero debe ser transformado. Todos los hijos de Dios—heridos y dispersos como estamos—debemos sanar y reunirnos. Debemos renacer en las aguas del bautismo por la fuerza del Espíritu Santo para poder llevar a cabo la misión salvadora de nuestro Redentor.
A menos que Jesús regrese al Padre, no podremos asumir el papel que nos corresponde como discípulos misioneros. Si no abrimos nuestras mentes y corazones a los dones del Espíritu Santo, no podremos proclamar el Evangelio, sanar a los enfermos y perdonar a los pecadores en el nombre de Jesús. Además, como dice el catecismo:
“Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la ‘Casa del Padre’ [Jn 14:2], a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, ‘ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino’ ” (#661).
Jesús permanece con nosotros en el Espíritu Santo, en los sacramentos (especialmente la Eucaristía), en la Palabra de Dios y en nuestro servicio amoroso a los demás, especialmente a los que más necesitan nuestra ayuda. Nos dice que ha ido a preparar un lugar para nosotros (Jn 14:2), y nos espera allí con ansia y profunda alegría.
La primera lectura de la Ascensión del Señor (Hch 1:1-11) nos dice que Jesús tuvo que persuadir a los discípulos de que su ascensión era una bendición: “Pero, cuando venga el Espíritu Santo sobre ustedes, recibirán poder y serán mis testigos tanto en Jerusalén como en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1:8).
Al celebrar la Ascensión del Señor este fin de semana, renovemos nuestra promesa bautismal de ser testigos de Cristo hasta los confines de la tierra. †