Cristo, la piedra angular
El Espíritu Santo nos regala el don de la alegría
“De repente, vino del cielo un ruido como el de una violenta ráfaga de viento y llenó toda la casa donde estaban reunidos. Se les aparecieron entonces unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2:2-4).
Este domingo, 5 de junio, celebramos el domingo de Pentecostés, el día en que el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos de Jesús en “lenguas como de fuego,” colmándolos de sus abundantes dones. Aquel día, los tímidos seguidores del Señor resucitado se convirtieron en testigos audaces, francos y elocuentes, cuyos corazones ardían de amor por Dios y por toda la familia de Dios, la Iglesia.
Como observó una vez el papa emérito Benedicto XVI en una homilía del domingo de Pentecostés, Jesús es “Aquel que es la Verdad que da vida a los hombres. Lo que da no es cualquier tipo de alegría, sino la alegría misma, un don del Espíritu Santo.”
La alegría misma, que es el don del Espíritu Santo, es lo que celebramos el domingo de Pentecostés. En un mundo caracterizado con demasiada frecuencia por la oscuridad y las profundidades de la desesperación, el Espíritu Santo viene a nosotros y llena nuestros corazones de alegría. Si abrimos el corazón, él disipa toda la tristeza, todo el cinismo y toda la amargura, y los sustituye por la alegría misma.
Según la tradición católica, los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad y temor de Dios. Pero como el Papa Benedicto aclara en la cita anterior, Jesús mismo es el mayor don del Espíritu Santo.
Jesús es la alegría misma, el cumplimiento de todas nuestras esperanzas y sueños. Jesús se entrega en la Palabra de Dios, en los sacramentos y en nuestra unión con Dios y entre nosotros en el Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que lleva a cabo el ministerio de Jesús en el mundo.
Todas las manifestaciones de la presencia de Cristo en nuestra vida son posibles gracias al Espíritu Santo, el Abogado enviado por el Padre para enseñarnos, guiarnos y animarnos como discípulos misioneros de Jesucristo nuestro Redentor.
Cuando decimos que la alegría misma, la persona de Jesús, es el mayor don del Espíritu Santo, no estamos restando importancia a todos los demás dones. De hecho, como san Pablo nos recuerda a menudo, nuestra unidad como miembros del Cuerpo de Cristo se ve enriquecida por nuestra diversidad como hombres y mujeres que han sido bendecidos con “diversos dones espirituales.” Tal como lo plantea san Pablo:
“Ahora bien, hay diversos dones, pero un mismo Espíritu. Hay diversas maneras de servir, pero un mismo Señor. Hay diversas funciones, pero es un mismo Dios el que hace todas las cosas en todos. A cada uno se le da una manifestación especial del Espíritu para el bien de los demás” (1 Cor 12:4-7).
Cada uno de los diversos dones otorgados a uno o más individuos en la Iglesia sirve para un propósito único. El «mismo Espíritu» prevé los diversos ministerios que llevamos a cabo en el nombre de Jesús, incluida la oración, la enseñanza, la sanación, el asesoramiento, el trabajo por la justicia, la paz y mucho más. Todas las obras de misericordia espirituales y corporales tienen su fuente en la actividad del Espíritu Santo en el mundo. Es el Espíritu quien nos impulsa a ser tiernos, misericordiosos y justos, y únicamente por la gracia santificante que llega a nuestras almas a través de Él, podemos “ser Cristo” para los demás.
En estos tiempos difíciles, en los que todos experimentamos la oscuridad del mundo y la profunda desunión que rompe las familias, las comunidades y las naciones, necesitamos más que nunca los dones del Espíritu Santo. Tenemos que aprender a perdonar a los demás, a entablar un diálogo respetuoso con las personas con las que tenemos fuertes diferencias y a rezar por nuestros enemigos. Necesitamos la gracia del Espíritu Santo para que nos ayude a ser mujeres y hombres para los demás, especialmente en medio de una cultura que nos dice que solamente debemos velar por nuestros propios intereses.
Estas palabras de la Secuencia de Pentecostés expresan nuestro deseo de recibir la gracia transformadora que proporciona el Espíritu Santo:
Ven, Espíritu Santo,
Lava lo que está manchado,
riega lo que es árido,
cura lo que está enfermo.
Doblega lo que es rígido,
calienta lo que es frío,
dirige lo que está extraviado.
Necesitamos la ayuda del Espíritu para “doblegar lo que es rígido” y llevar la ternura, la justicia y la paz a las situaciones que siembran diferencias. Necesitamos curación y fuerza renovada para “lavar las manchas de la culpa” mediante la compasión, el perdón y la bondad. Por encima de todo, necesitamos la “alegría misma,” la persona de Jesucristo, que nos ama y nos hace libres.
¡Un bendecido Domingo de Pentecostés para todos! †