Cristo, la piedra angular
Protégete de la avaricia, la raíz de todos los males
“La avaricia, en efecto, es la raíz de todos los males y, arrastrados por ella, algunos han perdido la fe y ahora son presa de múltiples remordimientos” (1 Tm 6:10).
La lectura del Evangelio de este fin de domingo, el 18.º del tiempo ordinario, contiene una advertencia enérgica de parte de Jesús: “Procuren evitar toda clase de avaricia, porque la vida de uno no depende de la abundancia de sus riquezas” (Lc 12:15).
Esta advertencia de cuidarse de la avaricia viene en respuesta a una petición de “uno que estaba entre la gente” quien le dijo a Jesús:“—Maestro, dile a mi hermano que reparta la herencia conmigo” (Lc 12:13).
La reacción del Señor: “Amigo, ¿quién me ha puesto por juez o repartidor de herencias entre ustedes?” (Lc 12:14) sugiere que Jesús no quiere verse involucrado en una disputa familiar, así que aprovecha esta ocasión para ayudar al interrogador (y a todos nosotros) a reflexionar sobre los peligros de la avaricia, la codicia extrema por la riqueza o las posesiones materiales.
La mayoría de nosotros recuerda el dicho atribuido a san Pablo de que “el dinero es la raíz de todos los males,” lo que no nos damos cuenta es que esto no es lo que dijo el Apóstol. En su primera carta a Timoteo, Pablo escribe que la avaricia, (1 Tm 6:10), no el dinero en sí, es la raíz de todos los males.
La avaricia es el amor al dinero y esto es un deseo desordenado. Esto es justamente lo que nos advierte Jesús, que evitemos la codicia, el deseo pervertido de poder e influencia asociado a la gran riqueza y a las abundantes posesiones materiales. El dinero y las posesiones no son perversos ni malos, sino que son (o deberían ser) instrumentos neutros que pueden utilizarse tanto para el bien como para el mal.
Para ilustrar esto Jesús cuenta la siguiente parábola:
“Una vez, un hombre rico obtuvo una gran cosecha de sus campos. Así que pensó: ‘¿Qué haré ahora? ¡No tengo lugar bastante grande donde guardar la cosecha! ¡Ya sé qué haré! Derribaré los graneros y haré otros más grandes donde pueda meter todo el trigo junto con todos mis bienes. Luego podré decirme: tienes riquezas acumuladas para muchos años; descansa, pues, come, bebe y diviértete.” ’ Pero Dios le dijo: ‘¡Estúpido! Vas a morir esta misma noche. ¿A quién le aprovechará todo eso que has almacenado?’ Esto le sucederá al que acumula riquezas pensando sólo en sí mismo, pero no se hace rico a los ojos de Dios” (Lc 12:16-21).
Jesús no es antidinero ni se opone a la riqueza. Está a favor de hacernos ricos a los ojos de Dios, es decir, las realidades espirituales que deberían ser siempre nuestra primera prioridad.
“Comer, beber y divertirse” por lo general sugiere una actitud superficial hacia la vida, que se niega a tomarla en serio o a cumplir con nuestras obligaciones como personas maduras y responsables.
Pero esto no tiene por qué ser así. Todos necesitamos comida y bebida, y todos merecemos experimentar el amor y la alegría de la compañía humana. De hecho, en el Padre Nuestro, Jesús nos enseña a pedir «nuestro pan de cada día». Nuestro Señor quiere que tengamos todo lo que necesitamos para vivir una vida plena y feliz, y se siente especialmente afligido cuando encuentra a alguien que tiene hambre, no tiene hogar o no tiene las posesiones materiales básicas.
La clave para entender la visión cristiana del dinero y los bienes materiales es el concepto de mayordomía. Todo lo que tenemos, incluida la vida misma, es un regalo de Dios. No somos dueños de nuestros dones materiales y espirituales, sino administradores (guardianes o cuidadores) de lo que Dios nos ha confiado generosamente. Como se desprende de la parábola del Evangelio de este domingo, no podemos llevarnos ninguna de nuestras posesiones al morir. Lo que sí podemos hacer es asegurarnos de usar todos nuestros dones y talentos de manera sabia y compartirlos generosamente, por el bien de todos.
La cita de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo continúa diciendo que algunas personas, en su distorsionado deseo de dinero, “han perdido la fe y ahora son presa de múltiples remordimientos” (1 Tm 6:10). Esto nos recuerda otra noción popular: que el dinero puede comprar el dolor, pero no puede comprar la felicidad.
Como administradores responsables de la generosidad de Dios, incluida toda la creación, esforcémonos por enriquecernos en aquello que es importante a los ojos de Dios, a saber: el amor desinteresado, la bondad (especialmente hacia los que nos ofenden), procurar la paz, el perdón, la justicia y la igualdad para todos, y el compromiso de construir un mundo mejor. Estos dones espirituales nos enriquecen a los ojos de Dios, y cuanto más los compartamos, más ricos seremos.
Pidamos fuerza para evitar la avaricia y la gracia para ser buenos y fieles administradores de todos los dones de Dios. †