Cristo, la piedra angular
El fuego del amor de Dios nos sana y nos une
“Yo he venido para traer fuego al mundo, y ¡cómo me gustaría que ya estuviera ardiendo! Tengo que pasar la prueba de un bautismo y me embarga la ansiedad hasta que se haya cumplido. ¿Creen ustedes que he venido a traer paz al mundo? Les digo que no, sino que he venido a traer division” (Lc 12:49-51).
La lectura del Evangelio que escucharemos este fin de semana, el vigésimo domingo del tiempo ordinario, resulta inquietante. Jesús, que en general se muestra como un maestro manso y apacible que nos ha dicho “felices los que trabajan en favor de la paz” (Mt 5:9), revela que no ha venido a establecer la paz en la Tierra, sino la división.
El concepto de división es algo que conocemos bien. Aquí en Estados Unidos pareciera que estamos irremediablemente divididos en prácticamente todas las cuestiones políticas, sociales y económicas importantes.
También en la Iglesia hay grandes divisiones en cuanto al modo de celebrar el culto, sobre cuestiones de justicia social y atención pastoral, y sobre lo que entendemos que son los fundamentos de la fe y la práctica cristianas.
El Príncipe de la Paz dice que no viene a traer la paz, sino la división; y es más, ha venido a traer fuego al mundo ¡y anhela verlo arder! ¿Cómo podemos conciliar esta marcada contradicción? ¿Cómo debemos entender lo que nos dice el Señor en este provocador pasaje del Evangelio según san Lucas?
El Papa emérito Benedicto XVI ha escrito que el fuego del que habla Jesús es su propia pasión de amor, “un fuego que se debe transmitir. Quien se acerque a él debe estar preparado para quemarse. Se trata de un fuego que hace que las cosas sean brillantes y puras, libres y grandiosas. Ser cristiano, pues, es atreverse a encomendarse a este fuego abrasador.” Y podríamos añadir que cualquiera que se atreva a acercarse al fuego del amor de Dios, se separa de la multitud de espectadores que dudan al principio, y luego se niegan a involucrarse.
Una imagen contemporánea que nos puede ayudar a entender lo que nos dice Jesús es la de los bomberos que se atreven a adentrarse en un edificio en llamas mientras otros huyen. El fuego del amor divino es purificador ya que nos separa de nuestros pecados, claro, pero también puede dividirnos de quienes no ven las cosas como nosotros, e incluso de familiares y amigos cercanos cuyas opiniones y creencias son contrarias al mensaje del Evangelio.
Nuestra fe cristiana encierra enormes paradojas. Por ejemplo: El mismo Jesús, cuyas enseñanzas nos dividen, también nos unifica. El fuego del amor de Dios puede quemarnos, pero la tierna misericordia de Dios también puede curarnos. El Señor nos exige cosas que pueden parecer imposibles de cumplir, pero nos entrega su amor de manera incondicional.
En su encíclica “Fratelli Tutti: Sobre la fraternidad y la amistad social,” el Papa Francisco nos recuerda que la verdadera paz no carece de conflictos. Para lograr una paz verdadera y duradera, los enemigos deben reconocer sus diferencias y trabajar en ellas. Deben perdonarse mutuamente los agravios legítimos de ambas partes, y deben buscar realmente un terreno común y el bien de todos. Tal como nos enseña el Santo Padre:
Los que han estado duramente enfrentados conversan desde la verdad, clara y desnuda. Les hace falta aprender a cultivar una memoria penitencial, capaz de asumir el pasado para liberar el futuro de las propias insatisfacciones, confusiones o proyecciones (#226).
Únicamente por la gracia de Dios, que nos da el poder del Espíritu Santo, podemos aceptar el pasado y reconciliarnos, a pesar de las
heridas (reales e imaginarias)
que nos separan entre nosotros
y de Dios.
Sí, la paz de Cristo puede ser divisiva; quizá sus exigencias parezcan poco razonables. Y su amor nos exige el mismo tipo de sacrificio, sufrimiento y entrega que demostró nuestro Señor cuando dio su vida por nosotros en la Cruz. Y sin embargo, creemos que Jesús es realmente el Príncipe de la Paz, y el tierno y misericordioso Señor del amor, cuyo toque sanador nos unifica y nos salva de nuestros pecados.
La segunda lectura de este domingo (Heb 12:1-4) nos pide que coloquemos todo esto bajo el cariz adecuado: “Hagámoslo con los ojos puestos en Jesús, origen y plenitud de nuestra fe. Jesús, que, renunciando a una vida placentera, afrontó sin acobardarse la ignominia de la cruz y ahora está sentado junto al trono de Dios. Tengan, por tanto, en cuenta a quien soportó una oposición tan fuerte de parte de los pecadores. Si lo hacen así, el desaliento no se apoderará de ustedes” (Heb 12:2-3).
Recemos para recibir la paz de Cristo; el fuego ardiente del amor de Dios puede causar alteraciones y divisiones pero, en definitiva, estas están destinadas a sanarnos y unirnos. †