Cristo, la piedra angular
Esforcémonos por superar la indiferencia hacia los necesitados
“Abraham le dijo: ‘Si no les hacen caso a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque alguien se levante de entre los muertos’ ” (Lc 16:31).
El Papa Francisco nos desafía con frecuencia a rezar por la gracia de superar el pecado de la indiferencia. Cuando el mal está a nuestro alrededor, o cuando nosotros mismos cometemos pecados cuya gravedad negamos, la indiferencia resultante puede ser en sí misma gravemente pecaminosa.
Muchos de los dichos y parábolas de Jesús tratan de abrirnos los ojos en este sentido.
La Parábola del buen samaritano (Lc 10:25-37) es un excelente ejemplo. Un hombre recibe una golpiza brutal, lo roban y lo dan por muerto. Dos hombres justos, un sacerdote y un levita que estaban preocupados por mantener la pureza ritual, pasan de largo sin ofrecer ni siquiera una palabra amable o la promesa de enviar ayuda.
Por su indiferencia ante el sufrimiento de un compatriota, son culpables de ayudar e instigar a los malhechores que cometieron el delito. Únicamente gracias a la bondad y generosidad de un forastero de Samaria, la víctima de la parábola recibe la ayuda que necesita.
La lectura del Evangelio de este domingo (Lc 16:19-31), el vigésimo sexto del tiempo ordinario, también nos llama la atención sobre la gravedad del pecado de la indiferencia.
La historia del rico “que se vestía lujosamente y daba espléndidos banquetes todos los días. A la puerta de su casa se tendía un mendigo llamado Lázaro, que estaba cubierto de llagas y que hubiera querido llenarse el estómago con lo que caía de la mesa del rico” (Lc 16:19-21) es un relato de lo que puede ocurrir si somos indiferentes a las necesidades de los demás.
La parábola deja en claro que una vida totalmente dedicada a la autosatisfacción conduce al tormento de la soledad y el dolor. Ninguna petición de clemencia elevada posteriormente puede mitigar las consecuencias negativas de nuestra indiferencia. De hecho, aunque ciertamente es posible una “conversión en el lecho de muerte,” no es algo en lo que debamos confiar. Tal como lo aprendió el hombre rico de la forma más difícil, es mucho mejor ver la luz, y enderezar nuestros caminos ahora, que cuando sea demasiado tarde.
La primera lectura de este domingo, extraída del libro del profeta Amós, es igualmente cruda en su descripción de lo que puede ocurrirnos si ignoramos las necesidades de los demás:
“¡Ay de los que viven tranquilos en Sión! Ustedes que se acuestan en camas incrustadas de marfil y se arrellanan en divanes; que comen corderos selectos y terneros engordados; que, a la manera de David, improvisan canciones al son de la cítara e inventan instrumentos musicales; que beben vino en tazones y se perfuman con las esencias más finas [...] marcharán a la cabeza de los desterrados, y así terminará el banquete de los holgazanes” (Am 6:1, 4-7).
La tranquilidad, acostados en nuestros cómodos sofás y centrados en satisfacer nuestros propios deseos egocéntricos, es una fórmula para el desastre.
En la parábola de Jesús, Abraham le dice claramente al hombre rico cuál es la situación: “Hijo, recuerda que durante tu vida te fue muy bien, mientras que a Lázaro le fue muy mal; pero ahora a él le toca recibir consuelo aquí, y a ti, sufrir terriblemente” (Lc 16:25).
La mayoría de nosotros reacciona mal ante esta historia. El hombre rico no hizo nada; su castigo parece injusto. Pero, por supuesto, de eso se trata: el hombre rico no hizo nada cuando claramente podría haberlo hecho. Ni siquiera le dio a Lázaro, que estaba sin hogar y hambriento, las sobras de su mesa. No hacer nada puede ser un pecado grave, y nuestro Señor nos deja en claro que tendremos que rendir cuentas por nuestros pecados de omisión.
El Evangelio de Jesucristo siempre nos trae buenas noticias aunque a menudo también sean difíciles de digerir. A ninguno de nosotros le gusta oír que nos van a pedir cuentas por cosas que creemos que están fuera de nuestro control. ¿Qué podemos hacer ante los complejos problemas sociales de nuestro tiempo, como el hambre, la falta de vivienda, la enfermedad, la drogadicción, el racismo, la violencia armada, el tráfico de seres humanos y muchos otros? Jesús no espera que resolvamos todos estos problemas por nuestra cuenta, pero sí nos dice muy claramente que no podemos quedarnos de brazos cruzados.
La oración es una acción poderosa que está al alcance de todos, así como también lo es la incidencia política (instar a los funcionarios elegidos a que cambien las cosas).
Por último, todo católico bautizado tiene la obligación de “hacer algo,” lo que pueda, para ayudar a nuestros hermanos y hermanas necesitados. ¿Qué podemos hacer? Tenemos muchas oportunidades a través de nuestras parroquias y agencias de servicios sociales católicos. Debemos familiarizarnos con estas oportunidades y hacer todo lo que podamos para ayudar.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a resistir la poderosa tentación de ser indiferentes y “no hacer nada.” †