Cristo, la piedra angular
Una voz de esperanza nos llama a preparar la venida del Señor
“Juan era una antorcha que ardía y alumbraba, y por algún tiempo ustedes quisieron regocijarse en su luz. Pero yo cuento con un testimonio mayor que el de Juan” (Jn 5:35-36).
La lectura del Evangelio del segundo domingo de Adviento (Mt 3:1-12) destaca la figura de san Juan Bautista, el último gran profeta del Antiguo Testamento.
Las Sagradas Escrituras nos presentan primero a Juan como un niño no nacido en el vientre de su madre. Tal como san Lucas describe la escena: “al oír Elisabet el saludo de María, la criatura saltó en su vientre y Elisabet recibió la plenitud del Espíritu Santo. Entonces ella exclamó a voz en cuello: ‘¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre!’ ” (Lc 1:41-42).
Ese mismo Juan aparece más adelante como un personaje maduro y carismático predicando en el desierto de Judea y diciendo “Arrepiéntanse, porque el reino de los cielos está cerca” (Mt 3:2). La gente acude en masa a escuchar su prédica y a recibir el bautismo de arrepentimiento que administra.
Como nos dice san Mateo:
Juan usaba un vestido de pelo de camello, llevaba un cinto de cuero alrededor de la cintura, y se alimentaba de langostas y miel silvestre. A él acudía la gente de Jerusalén y de toda Judea, y de toda la provincia cercana al río Jordán, y allí en el Jordán la gente confesaba sus pecados y Juan los bautizaba. (Mt 3:4-6).
La finalidad de este bautismo de arrepentimiento era allanar el camino para el bautismo mayor que Jesús instituirá como el primer y más fundamental sacramento que recibirán sus discípulos una vez que nazca la Iglesia en Pentecostés.
Juan es el precursor de Jesús. “A decir verdad, yo los bautizo en agua en señal de arrepentimiento, pero el que viene después de mí, de quien no soy digno de llevar su calzado, es más poderoso que yo. Él los bautizará en Espíritu Santo y fuego. Ya tiene el bieldo en la mano, de modo que limpiará su era, recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en un fuego que nunca se apagará” (Mt 3:11-12).
El fuego y el Espíritu Santo son los dones que Jesús utilizará para transformar nuestros corazones endurecidos y hacer posible la conversión de vida que todos sus seguidores están obligados a asumir
Durante el tiempo de Adviento revivimos la experiencia de intenso anhelo que caracterizó al pueblo de Israel que acudió a escuchar lo que profetizó Juan el Bautista. Lo que Juan prometió fue el cumplimiento de la visión de Isaías esbozada en la primera lectura de este domingo (Is 11:1-10):
No juzgará según las apariencias, ni dictará sentencia según los rumores. Defenderá los derechos de los pobres, y dictará sentencias justas en favor de la gente humilde del país. Su boca será la vara que hiera la tierra; sus labios serán el ventarrón que mate al impío. La justicia y la fidelidad serán el cinto que ceñirá su cintura. El lobo convivirá con el cordero; el leopardo se acostará junto al cabrito; el becerro, el león y el animal engordado andarán juntos, y un chiquillo los pastoreará. (Is 11:3-6)
El futuro anhelado será radicalmente diferente del presente. La paz, la armonía, la unidad en la diversidad y la compasión por los necesitados es la promesa que Juan el Bautista afirma a través de su abnegación, su predicación y su bautismo de arrepentimiento.
El propio Jesús describe a Juan como “una antorcha que ardía y alumbraba” (Jn 5:35). Pero su luz es únicamente temporal; Juan pregona la luz de Cristo, pero insiste en que el que ha de venir es “más poderoso” que él, y que el Señor que viene trae “un fuego que nunca se apagará.”
En la primera lectura de este domingo (Rom 15:4-9), san Pablo nos dice que “Las cosas que se escribieron antes, se escribieron para nuestra enseñanza, a fin de que tengamos esperanza por medio de la paciencia y la consolación de las Escrituras” (Rom 15:4).
De eso se trata el Adviento: esperar jubilosamente a Aquel que es en sí mismo la “Buena Nueva.” Aquel cuyo bautismo no es un mero acto simbólico, sino que es verdaderamente transformador y redentor.
Tal como señala san Mateo, el profeta Isaías se refería a Juan el Bautista cuando dijo: “Una voz clama en el desierto: Preparen el camino del Señor; enderecen sus sendas” (Mt 3:3).
Juan es la voz de la esperanza que nos desafía a prepararnos para la venida del Señor, y nos asegura que la visión profética de Isaías se cumplirá en Cristo.
Este domingo, escuchemos la Palabra de Dios que nos invita a estar preparados para cuando Jesús vuelva. Y recemos para que el Espíritu Santo que nos ha bautizado en Cristo encienda en nosotros el fuego inextinguible del amor de Dios. †