Cristo, la piedra angular
Amen a sus enemigos y oren por los que los persiguen
La lectura del Evangelio del séptimo domingo del tiempo ordinario (Mt 5:38-48) contiene algunos de los dichos de Jesús que se han prestado a malas interpretaciones:
A cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, preséntale también la otra; al que quiera provocarte a pleito para quitarte la túnica, déjale también la capa; y a cualquiera que te obligue a llevar carga por una milla, ve con él dos. (Mt 5:39-41)
¿Acaso Jesús nos dice que seamos pusilánimes y nos dejemos intimidar por los demás? ¿Por qué nos aconsejaría que pusiéramos la otra mejilla, entregáramos nuestra capa y fuéramos más allá en situaciones que son claramente injustas? ¿Acaso los principios de la equidad básica no nos dan el derecho a contraatacar, a insistir en que se nos trate de manera justa?
Al reflexionar acerca de este Evangelio en particular, es importante recordar que las personas que escucharon por primera vez estas palabras estaban acostumbradas al dicho “ojo por ojo y diente por diente,” a quienes se les había hecho creer que “vengarse” era la respuesta adecuada ante cualquier injuria. Lamentablemente, esta es la actitud que lleva a la gente a buscar la venganza en lugar de la justicia, y a rechazar la misericordia por ser incompatible con la equidad.
Jesús da un vuelco a la idea tradicional sobre el desquite y, de hecho, pide que invirtamos por completo nuestra forma de pensar:
Ustedes han oído que fue dicho: “Amarás a tu prójimo, y odiarás a tu enemigo.” Pero yo les digo: Amen a sus enemigos, bendigan a los que los maldicen, hagan bien a los que los odian, y oren por quienes los persiguen, para que sean ustedes hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. (Mt 5:43-45)
Lo que Jesús nos dice es que debemos recordar siempre que toda vida humana (sin excepción) es digna de respeto. Incluso nuestros enemigos y quienes nos persiguen son hijos de Dios que merecen nuestro amor, y nunca deben ser tratados como objetos de venganza o retribución, ¡aunque estemos convencidos de que se lo merecen!
Cuando amamos a nuestros enemigos y rezamos por quienes nos persiguen, afirmamos que todos somos hermanas y hermanos en Cristo, “hijos de su Padre que está en los cielos” (Mt 5:45).
En la segunda lectura de este domingo (1 Co 3:16-23), san Pablo amonesta a los corintios, y a todos nosotros, diciendo: “Hermanos: ¿No saben que ustedes son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?” (1 Cor 3:16). En virtud de nuestro bautismo, todos nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo ya que, como nos recuerda san Pablo, “el templo de Dios es santo, y ustedes son ese templo” (1 Co 3:17). Como mujeres y hombres llamados a la santidad, nuestra primera prioridad debe ser el amor, no la venganza, y nuestro compromiso de seguir a Jesús exige que “presentemos la otra mejilla” (Mt 5:39), como hizo él.
Negarse a la violencia cuando nos tratan injustamente no implica debilidad o sumisión de nuestra parte. Cuando rezamos por quienes nos maltratan, reconocemos que el amor y la misericordia de Dios son más poderosos que nuestra ira y nuestro deseo de venganza. Cuando aceptamos recorrer una milla más, en lugar de insistir en que es injusto, estamos siguiendo los pasos de Jesús, que aceptó la injusta sentencia de muerte en la cruz, al tiempo que perdonaba a sus enemigos.
La primera lectura del Libro de Levítico (19:1-2,17-18) apoya el mensaje de Jesús:
No abrigues en tu corazón odio contra tu hermano. Razona con tu prójimo, para que no te hagas cómplice de su pecado. No te vengues, ni guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Ama a tu prójimo como a ti mismo. (Lev 19:17-18)
Es propio de la naturaleza humana abrigar rencores y alimentar el deseo de venganza. Pero el modo de vida que propone Jesús exige que renunciemos a nuestros sentimientos de amargura e ira para permitir que el amor y el perdón de Dios ocupen su lugar.
El amor de Dios lo abarca todo: “hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5:45). Cuando nuestros corazones están llenos de amor, no hay lugar para la venganza. Cuando respetamos la santidad de los demás, nos hacemos santos nosotros mismos; nos convertimos en discípulos de Jesucristo que no guardan rencor y que perdonan a los demás como lo hizo él.
Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a amar al prójimo y a rezar por los que quieren hacernos daño. Pongamos la otra mejilla y hagamos un esfuerzo adicional para demostrar que somos santos al igual que el Señor, nuestro Dios. †