Cristo, la piedra angular
La pasión del amor que revela la Santísima Trinidad en nuestras vidas
Por lo que nos has revelado de tu gloria creemos igualmente de tu Hijo y del Espíritu Santo para que, en la confesión de la verdadera y eterna Divinidad, puedas ser adorado en lo que es propio de cada persona, su unidad en sustancia, y su igualdad en majestad. (Prefacio de la Solemnidad de la Santísima Trinidad)
El próximo domingo celebramos la solemnidad de la Santísima Trinidad (Domingo de la Santísima Trinidad). Si solamente pensamos en la Trinidad como una doctrina, una enseñanza teológica compleja, nos resultará difícil de observar esta fiesta solemne. No es fácil celebrar una abstracción, por lo que, para experimentar verdaderamente el poder y la alegría de este domingo, debemos centrar nuestra atención en la Santísima Trinidad en concreto, como la fuerza más dinámica e impactante del universo.
En la segunda lectura del Domingo de la Santísima Trinidad, san Pablo habla del Dios del amor. “Regocíjense, perfecciónense, consuélense; sean de un mismo sentir, y vivan en paz. Y el Dios de la paz y del amor estará con ustedes” (2 Cor 13:11).
El amor es la esencia de Dios. Sin embargo, Dios no se limita a realizar actos de amor, aunque este sea un elemento constitutivo de su identidad. Dios es amor; esa es su esencia, y la manifestación de la identidad de Dios, que se corresponde perfectamente con quién es Dios, es triple: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Cuenta la leyenda que cuando san Patricio enseñaba al pueblo irlandés acerca de la Santísima Trinidad, recogió un trébol oriundo de esas tierras, que es una planta de tres hojas. La analogía no es perfecta, pero no deja de ser una poderosa ilustración de cómo algo puede estar conformado por tres elementos. No obstante, a diferencia del trébol, Dios no aparenta simplemente ser uno de tres. Dios es a la vez unidad perfecta y diversidad auténtica.
Si alguien nos pidiera que describiéramos la vida interior de Dios en una sola palabra, la respuesta correcta sería, por supuesto, “amor.” Pero creo que hay otra palabra que también expresa perfectamente quién es realmente nuestro Dios trino: pasión.
En la lectura del evangelio de la Solemnidad de la Santísima Trinidad, san Juan nos dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna” (Jn 3:16). Es una forma de decir que Dios Padre nos ama con tanta pasión que nos entrega a su único Hijo para rescatarnos de los poderes del pecado y de la muerte. En ningún caso el Padre es distante, indiferente o ausente sino se preocupa profundamente por cada uno de nosotros, sus hijos, y nos da apasionadamente todo lo que necesitamos para conocerle, amarle y servirle.
Su Hijo también es apasionado y su Sagrado Corazón rebosa de amor y de perdón, a pesar de que tantas veces lo traicionamos y nos mostramos indignos de su amor incondicional.
En el Credo de Nicea, reconocemos nuestra creencia en “un solo Señor, Jesucristo,” y confesamos que:
Por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato, padeció y fue sepultado y resucitó al tercer día según las Escrituras.
En latín, la oración “padeció y fue sepultado, y resucitó al tercer día” es: Passus et sepultus est, et resurrexit tertia die. Passus es, por supuesto, la raíz latina de la palabra “pasión,” que significa “sufrir de.” Jesucristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, sufrió una pasión y una muerte atroces por nosotros y, al hacerlo, demostró sin lugar a dudas que el amor de Dios es más fuerte que la propia muerte.
La tercera persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, es la fuente de todo el amor apasionado hacia Dios y el prójimo. El Espíritu se describe en las Sagradas Escrituras con muchas imágenes, como “lenguas de fuego” y “fuerte ráfaga de viento.” Paradójicamente, el Espíritu Santo también aparece representado como una paloma, símbolo universal de paz y tranquilidad. El amor de Dios es apasionado, pero nunca violento ni destructivo. Cuando el Espíritu Santo enciende nuestros corazones, el resultado es una paz poderosa y apasionada.
Podemos comprender—y lo que es más importante, sentir—a nuestro Dios trino, como un amor apasionado que crea, redime y santifica todo lo visible e invisible. Cuando celebremos el Domingo de la Santísima Trinidad, debemos recordar este amor apasionado, no una enseñanza abstracta.
Este es mi deseo para ustedes este domingo: ¡Que la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios el Padre y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes! (2 Cor 13:13). †