Cristo, la piedra angular
Juan Bautista nos prepara para el encuentro con Jesús
“Hubo un hombre enviado de Dios, el cual se llamaba Juan. Éste vino por testimonio, para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran por él” (Jn 1:6-7; Lc 1:13, 17).
Mañana, 24 de junio, nuestra Iglesia celebra la Solemnidad de la Natividad de san Juan el Bautista. Es un día para alegrarse porque, si bien cada cumpleaños es una ocasión especial, un recordatorio del gran regalo de Dios que es cada persona recién nacida, la natividad de Juan el Bautista fue una señal de Dios de que algo verdaderamente maravilloso estaba a punto de suceder porque el Mesías tan esperado estaba cerca.
El Evangelio según san Lucas nos cuenta que Isabel, prima de María, y Zacarías, su marido, esperaban su primer hijo tras muchos años de intentar concebir. El nacimiento de Juan fue un milagro de la gracia de Dios, y su destino era ser el último gran profeta enviado por Dios. Y su misión específica era preparar al pueblo de Dios para una natividad aún más milagrosa: el nacimiento de Jesucristo, nuestro Señor, el Hijo de Dios e Hijo de María.
La primera lectura de la solemnidad de la Natividad de san Juan el Bautista procede de un profeta anterior, Isaías:
El Señor me llamó desde el vientre de mi madre; tuvo en cuenta mi nombre desde antes de que yo naciera. Hizo de mi boca una espada aguda, y me cubrió con la sombra de su mano; hizo de mí una flecha bruñida, y me guardó en su aljaba. Y me dijo: “Israel, tú eres mi siervo. Tú serás para mí motivo de orgullo” (Is 49:1-3).
Isaías da testimonio de que Dios nos conoce y nos ama incluso antes de que nazcamos, y de que nos llama por nombre cuando todavía no hemos nacido y nos encontramos en el vientre de nuestra madre. Asimismo, asegura que Dios nos tiene preparado algo especial a uno de nosotros, que somos su “motivo de orgullo,” de forma única e individual.
La forma de actuar de John era inconfundible. Fue elegido por Dios mucho antes de nacer para predicar “el bautismo de arrepentimiento a todo el pueblo de Israel” (Hch 13:24). La vida de Juan fue de austeridad y simplicidad radical. Vivió como monje en el desierto, cultivando la humildad y la fidelidad a la voluntad de Dios. “¿Quién creen ustedes que soy yo?” preguntó a la multitud que acudía a ser bautizada por él en el río Jordán. “No soy el que esperan. Pero después de mí viene uno, del que no soy digno de desatar las correas de su calzado” (Hch 13:25). Juan no predicaba sobre sí mismo, sino sobre el que vendría después de él (Hch 13:25) y, al hacerlo, nos preparó para recibir a Jesús.
El Evangelio según san Lucas narra la fascinante historia del nacimiento milagroso de Juan. Su padre, Zacarías, era sacerdote, pero dudó de que lo que el ángel le reveló sobre el embarazo de Isabel fuera cierto y, por eso, se le negó la facultad de hablar hasta después de que naciera su hijo. Por un lado, ¿quién puede reprocharle su escepticismo? Por otra parte, como sacerdote, como hombre de Dios, debería haber confiado.
Cuando se cumplió el tiempo, Elisabet dio a luz un hijo. Y cuando sus vecinos y parientes supieron que Dios le había mostrado su gran misericordia, se alegraron con ella. Al octavo día fueron para circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías. Pero su madre dijo: “No, va a llamarse Juan.” (Lc 1:57-60)
Entonces le dijeron: “¡No hay nadie en tu familia que se llame así!” Luego le preguntaron a su padre, por señas, qué nombre quería ponerle. Zacarías pidió una tablilla y escribió: “Su nombre es Juan.” Y todos se quedaron asombrados. (Lc 1:61-63)
En ese mismo instante, a Zacarías se le destrabó la lengua y comenzó a hablar y a bendecir a Dios. Todos sus vecinos se llenaron de temor, y todo esto se divulgó por todas las montañas de Judea. Todos los que oían esto se ponían a pensar, y se preguntaban: “¿Qué va a ser de este niño?” Y es que la mano del Señor estaba con él. (Lc 1:64-66)
El niño fue creciendo y fortaleciéndose en espíritu, y vivió en lugares apartados hasta el día en que se presentó públicamente a Israel. (Lc 1:80).
Nos alegramos del nacimiento de este niño porque, como todos los niños nacidos y por nacer, se trata de un don milagroso de Dios. Desde el vientre de su madre recibió un nombre que sería recordado por toda la eternidad, no por él mismo, sino por el que vendría después de él.
Celebremos la natividad de este gran profeta, Juan el Bautista, mediante la renovación de nuestras promesas bautismales y “renaciendo” por la gracia del Espíritu Santo. †