Cristo, la piedra angular
Encontremos la paz y la alegría mientras Jesús alivia nuestras cargas
“Vengan a mí todos ustedes, los agotados de tanto trabajar, que yo los haré descansar. Lleven mi yugo sobre ustedes, y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso para su alma; Porque mi yugo es suave y mi carga es liviana” (Mt 11:28-30).
El pasado fin de semana celebramos el decimocuarto domingo del tiempo ordinario (Mt 11:25-30). El Evangelio que leímos contiene una de las paradojas de la enseñanza de Jesús.
Por un lado, invita a todos los que están ansiosos y cansados a venir a acudir a él para encontrar sosiego. Por otro lado, nos exige que aceptemos una carga adicional (su “yugo”) y que aprendamos de él. En otras palabras, para aliviarnos de las cargas que nos afligen (físicas, mentales o espirituales), debemos comprometernos a “tomar nuestra cruz” y seguir a Jesús sin importar cuánto nos cueste.
Un “yugo” es un travesaño de madera que se coloca sobre los cuellos de dos animales y se fija al arado o al carro del que van a tirar. No es algo que se utilice para enjaezar a una sola bestia de carga. El yugo ayuda a los que lo llevan a trabajar juntos para lograr su propósito. En este sentido, puede considerárselo como una analogía del tipo de disciplina que nos libera del caos y el desorden que nos impiden colaborar en nuestros esfuerzos por construir un mundo mejor.
Jesús nos asegura que su yugo es fácil y su carga, ligera. Aun así, con demasiada frecuencia nos resistimos a rendirnos a la voluntad a Dios. Jesús vivió esta misma resistencia humana, pero la superó y en consecuencia, tuvo que llevar y sufrir en la cruz, la mayor carga imaginable. Sin embargo, al final triunfó sobre los obstáculos más grandes de la vida: el pecado y la muerte y ahora, nos invita a hacer lo mismo: a soltar y a dejar que Dios obre, y a aceptar libremente un amor sacrificado que es mucho más liberador que gravoso.
Como nos dijo san Pablo en la segunda lectura (Rom 8:9; 11-13), es el Espíritu Santo el que transforma las cargas que asumimos libremente como discípulos misioneros de Jesús y nos libera del pecado y de la muerte. “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús vive en ustedes, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús también dará vida a sus cuerpos mortales por medio de su Espíritu que vive en ustedes” (Rm 8:11). Si abrimos nuestras mentes y corazones a los dones del Espíritu Santo, ningún peso será demasiado para llevar. Y si vemos en nuestras hermanas y hermanos el mismo Espíritu, nos sentiremos movidos a unirnos a ellos para llevar nuestras cargas de forma ligera y fácil, como Jesús ha prometido.
La primera lectura del domingo pasado en el Libro de Zacarías describía la alegría que se nos invita a experimentar una vez que hemos entregado nuestras dificultades a Dios y aceptado las responsabilidades que conlleva la fidelidad a la voluntad de Dios. Como proclama el profeta:
Así dice el Señor: “¡Llénate de alegría, hija de Sión! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu rey viene a ti, justo, y salvador y humilde, y montado sobre un asno, sobre un pollino, hijo de asna. Yo destruiré los carros de guerra de Efraín y los briosos caballos de Jerusalén, y los arcos de guerra serán hechos pedazos. Tu rey anunciará la paz a las naciones, y su señorío se extenderá de mar a mar, y del río Éufrates a los límites de la tierra” (Zac 9:9-10).
La paz y la alegría son los frutos de nuestra labor como hombres y mujeres que colaboran con Jesús en su obra salvadora. La mansedumbre y la humildad, y no las formas agresivas del orgullo y la voluntad propia, son las que nos elevan de nuestras preocupaciones cotidianas. Sobre todo, el cuidado y la preocupación por las necesidades de los demás nos liberan de la autocompasión y de la preocupación por nuestras propias dificultades, sean cuales sean.
Paradójicamente, la carga que Jesús nos impone no es gravosa. El yugo “fácil” que nos pide que llevemos no es difícil de cargar; está pensado para mantenernos todos juntos, tirando en la dirección correcta, mientras continuamos la obra salvadora del Señor en nuestro mundo. Con Jesús, se nos invita a rezar: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque estas cosas las escondiste de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños” (Mt 11:25).
Alegrémonos de la carga que nos impone el amor de Dios y gritemos de alegría porque estamos unidos, libremente, y se nos ha dado la magnífica oportunidad de proclamar la paz a las naciones y el consuelo a todos los que están cansados.
El yugo de Cristo es fácil y su carga, ligera. ¡Regocijémonos en él ahora y siempre! †