Cristo, la piedra angular
María comparte nuestro dolor y nos ofrece su compasión
La columna de la semana pasada se centró en la alegría que encontramos en la celebración de la Natividad de la Santísima Virgen María. Hoy, el memorial de Nuestra Señora de los Dolores enfoca nuestra atención en el sufrimiento de María.
En el Evangelio de san Lucas, Simeón le dice a María: “Tu hijo ha venido para que muchos en Israel caigan o se levanten. Será una señal que muchos rechazarán y que pondrá de manifiesto el pensamiento de muchos corazones, aunque a ti te traspasará el alma como una espada” (Lc 2:34-35). El hijo de María está destinado a vivir una pasión y muerte atroces, y su madre sufrirá junto con él.
No obstante, esta reflexión sobre el sufrimiento de María no ensombrece en absoluto la alegría que compartimos con ella. La resurrección de Cristo de entre los muertos supera de manera definitiva los horrores de su pasión y muerte. Pero al honrar a María con el título de Nuestra Señora de los Dolores reconocemos que ella fue (y sigue siendo) el modelo de lo que significa la compasión («sufrir con») para nosotros como discípulos misioneros de Jesucristo.
Muchos teólogos y escritores espirituales se han unido a artistas y músicos de todas las épocas para celebrar la imagen tradicional de la Piedad, una representación poderosa de los dos aspectos del sufrimiento de María: su propio dolor y el sufrimiento de sus hijos.
Tal como señala el Papa Benedicto XVI:
La imagen de la Madre doliente, que en su sufrimiento se había convertido en compasión pura y que ahora sostiene en su regazo a Cristo muerto, se ha vuelto particularmente entrañable para la piedad cristiana. En la Madre compasiva, los afligidos de todas las épocas han encontrado el reflejo más puro de la compasión divina que es el único consuelo verdadero (del libro El Credo, hoy: “La encarnación de la Virgen María”).
El valor y la perseverancia de María ante el mal más abyecto no pueden sino animarnos en tiempos difíciles. Nada de lo que cualquiera de nosotros debe soportar está más allá de la capacidad de María para comprenderlo y compartirlo con nosotros. Ella, que estuvo al pie de la cruz—fiel hasta el amargo final—nos ha sido entregada por su divino Hijo para que sea nuestro consuelo y esperanza. María nos acompaña a todos nosotros, sus hijos, en los buenos y en los malos momentos.
La semana pasada señalé que es imposible imaginar a la Iglesia católica sin su devoción a María. La efusión de amor y entusiasmo que mostraron los jóvenes peregrinos que viajaron a Fátima durante la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud de este verano fueron faros de esperanza para todas las generaciones. Era imposible presenciar sus cantos, sus sentidas oraciones y sus expresiones de confianza en la presencia y el poder curativo de la Virgen que es nuestra madre espiritual, sin sentirse invadido por una profunda emoción. La devoción a María hace aflorar lo mejor de nosotros como individuos y como Iglesia.
La liturgia para la conmemoración de hoy de Nuestra Señora de los Dolores nos da la opción de rezar la secuencia Stabat Mater, antes de la proclamación del Evangelio. Muchos compositores famosos han puesto música a este antiguo himno porque su letra es realmente profunda. Comienza:
La madre piadosa estaba
junto a la Cruz y lloraba,
mientras el Hijo pendía.
Cuya alma triste y llorosa,
traspasada y dolorosa,
fiero cuchillo tenía.
Oh, cuán triste y afligida
se vio la Madre escogida,
de tantos tormentos llena.
Cuando triste contemplaba
y dolorosa miraba
del Hijo amado la pena.
El dolor es casi insoportable, pero María lo resiste y emerge triunfante con su Hijo. Como dice el Papa Benedicto inmediatamente después del pasaje citado: “Esto se debe a que la vida humana es en todo momento sufrimiento, por lo que la imagen de la Madre doliente tiene tanta importancia para el cristianismo. [...] La aflicción de la Madre es la aflicción pascual que inaugura ya la transformación de la muerte en el ser redentor amoroso.” Por eso nos alegramos con María. La pasión de su Hijo (y la compasión de ella) nos ha liberado del pecado y de la muerte.
“Únicamente la alegría que resiste la prueba del dolor y es más fuerte que la aflicción es auténtica,” afirma el Papa. La alegría cristiana, esa que compartimos con María, ha resistido las pruebas del dolor y el sufrimiento intensos. Por eso nos alegramos con los mártires y por eso honramos a María como Nuestra Señora de los Dolores.
Al final del Stabat Mater, rezamos:
Haz que su Cruz me enamore;
y que en ella viva y more,
de mi fe y amor indicio.
Porque me inflame y encienda
y contigo me defienda
en el día del juicio.
Haz que me ampare la muerte
de Cristo, cuando en tan fuerte
trance vida y alma estén.
Porque cuando quede en calma
el cuerpo, vaya mi alma
a su eterna gloria.
Amén. (Aleluya.)
Al igual que para María, el sufrimiento es algo que no podemos eludir, pero podemos elegir soportarlo con gracia como hizo ella, y ver en la cruz de Cristo nuestra esperanza segura y la certeza de la victoria. Nuestra Señora de los Dolores, ruega por nosotros. Para que “cuando quede en calma el cuerpo, vaya mi alma a su eterna gloria.” †