Cristo, la piedra angular
Dios derrama su gracia sobre nosotros en los buenos tiempos y en los difíciles
A veces, la vida se torna difícil, llena de retos que afrontar y obstáculos que superar. Nuestra fe católica lo reconoce y no nos ofrece falsas esperanzas ni promesas vacías ya que, en definitiva, nuestro referente es la cruz de Cristo, que fue rechazado, humillado, torturado y asesinado por las mismas personas a las que vino a servir. Así pues, si Cristo es nuestro modelo, ¿cómo podemos pasar por alto la realidad del dolor y el sufrimiento?
En la segunda lectura del vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario, san Pablo nos comparte su experiencia de vivir su fe en los tiempos buenos y en los difíciles:
Sé vivir con limitaciones, y también sé tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, tanto para estar satisfecho como para tener hambre, lo mismo para tener abundancia que para sufrir necesidad; ¡todo lo puedo en Cristo que me fortalece! (Fil 4:12-13).
San Pablo continúa diciendo que Dios le suministra todo lo que necesita para permanecer fiel a la forma de vida que el Señor le ha llamado a seguir. Sabemos que el camino que recorrió este gran misionero acabaría en su muerte como mártir pero, al igual que él, creemos que ese no fue realmente el final de su viaje, sino el comienzo de su vida eterna en Cristo.
Esta creencia marca la diferencia en nuestra percepción del sufrimiento humano. Puesto que creemos que la pasión y muerte de Cristo fueron reivindicadas por su gloriosa resurrección y ascensión al cielo, tenemos buenas razones para esperar que si le seguimos fielmente, podremos unirnos a él. De hecho, el Señor dijo a sus discípulos (a nosotros) que se iba al cielo a preparar un lugar para todos.
El cielo no es un punto geográfico en algún lugar del universo material, sino una realidad espiritual, el estado de estar enamorado de Dios en comunión con todos sus ángeles y santos. Nuestra fe nos asegura que nos espera la felicidad eterna si seguimos los pasos de Cristo y vivimos como él vivió: una vida de amor abnegado. Esta es la esperanza cierta que nos permite soportar todo tipo de sufrimiento físico, mental y maléfico por el bien del reino que ha de venir.
En el Evangelio de este domingo (Mt 22:1-14), Jesús cuenta a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo una parábola que puede verse tanto como una afirmación de la alegría que nos espera después de la muerte como una advertencia de que si rechazamos la invitación del Señor a compartir su vida, es posible que terminemos en las tinieblas donde “habrá llanto y rechinar de dientes” (Mt 22:13). Jesús no está diciendo que su Padre sea vengativo sino que nos advierte que, como personas libres, nuestras propias determinan lo que nos ocurre, tanto durante la vida como después de la muerte.
Al igual que el cielo no es un lugar físico, el infierno tampoco es una coordenada en algún mapa subterráneo, sino que es también un estado espiritual: es la soledad radical y la infelicidad. Si rechazamos a Dios en favor de nosotros mismos, obtendremos exactamente lo que nos buscamos: aislamiento y desesperanza. En términos bíblicos, cambiamos la alegría del banquete celestial por la miseria del eterno “llanto y rechinar de dientes”.
La primera lectura de este domingo (Is 25:6-10) nos tranquiliza:
Dios el Señor destruirá a la muerte para siempre, enjugará de todos los rostros toda lágrima, y borrará de toda la tierra la afrenta de su pueblo. El Señor lo ha dicho. En aquel día se dirá: “¡Éste es nuestro Dios! ¡Éste es el Señor, a quien hemos esperado! ¡Él nos salvará! ¡Nos regocijaremos y nos alegraremos en su salvación!” (Is 25:8-9).
Nuestro Dios quiere que seamos libres de todo mal, incluido el sufrimiento y el aislamiento autoimpuestos que resultan de nuestro comportamiento pecaminoso y de nuestra negativa a seguir a Jesús en el Camino de la Cruz.
La salvación en Cristo Jesús es motivo de regocijo, no de culpa ni de miedo. Sí, se nos advierte que no rechacemos la invitación de nuestro Señor, o el resultado será el intenso sufrimiento y la soledad simbolizados por “el llanto y el rechinar de dientes.” Pero la elección es nuestra y, como nos dice san Pablo, la gracia de Dios es suficiente para ayudarnos a superar todas las dificultades a las que nos enfrentemos en nuestros esfuerzos por vivir como Jesús manda.
Alegrémonos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Lejos de ser instrumentos de tortura y muerte, las cruces que llevamos por amor a Dios y al prójimo son bendiciones que pueden sostenernos mientras continuamos nuestro viaje peregrino hacia nuestra patria celestial. †